Andaba solo por los bares. Sus amigos ya no estaban, no sabía si barridos
por el tiempo o por su imbecilidad. Buscando un placebo, intentando robarle un
beso a la tristeza. Suponía, asomado al balcón de su copa, que cada acción trae
indefectiblemente su reacción, y esta era la consecuencia irremediable del
anhelo estúpido de querer vivir siendo un eterno adolescente. El síndrome de
Peter Pan. Si no maduras, no encontrarás tu lugar en el mundo, le decían los
sabios. Si maduras, será a costa de matar al niño, le decían los locos. Pero él
necesitaba los ojos del niño, la alegría del niño, su curiosidad, su pasión,
hasta su torpeza inocente y su rubor candoroso.
Andaba solo por los bares. Aunque, a diferencia de Peter Pan, ni su sombra le acompañaba.
Rompió a reír mirando una antigua cartografía que adornaba la pared del bar, incrustada en mitad del espejo interminable que recubría la trasera de la barra. Rompió a reír al ver su cara y el mundo, al comprobar la insignificancia definitiva de su existencia y la nimiedad absoluta de la existencia de la especie humana.
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