Aquella mañana se produjeron dos sucesos en apariencia inexplicables. Apareció un muerto en Santa Katarina, y yo amanecí en la cama de una mujer con la que jamás hubiera ni siquiera soñado. Lo de Santa Katarina podría haber sido considerado como algo normal teniendo en cuenta que es un cementerio, lo extraño era que el occiso no estaba bajo tierra, sino medio escondido junto a la base de un castaño y con las manos y los pies atados con una gran cinta naranja.
Más sorprendente me resultaba haber pasado la noche con aquella dama, probando la resistencia de cada palmo de su colchón, que era tan grande como una pista de tenis, en su apartamento, de tamaño proporcional al del colchón. Y no parecía un error o un malentendido, porque se dirigió a mí por mi nombre cuando despertamos, y con su sonrisa más franca, descolgada de los ojos medio pegados por el sueño.
La había conocido la noche antes, mientras tomaba una copa. Ella, porque yo era el camarero. Todo era especial; hasta lo que bebía, un cóctel cuya elaboración tuve que consultar porque nadie me había pedido nunca. Pero lo más llamativo era que cuando se movía parecía desplazarse sin pisar el suelo, flotando, como si fuera incorpórea. Y no lo era, eso lo pude corroborar después. Me dijo que se encaprichó de mi mirada, y que sus impulsos solían conducirla en la dirección adecuada, y yo bendije en mi interior los ojos que mi madre me legó. Al día siguiente regresó al bar, hacia las 6 de la tarde, pero en lugar de pedirme el cóctel me dijo que me esperaba a las 9 y me dio un papel. Lo desdoblé mientras la veía marcharse con ese andar casi líquido. La nota contenía una dirección. Estuve un rato sirviendo copas algo aturdido, pues no tenía claro qué querría de mí aquella mujer que irradiaba tal esplendor. Al cabo de una hora hablé con el encargado del bar y le dije que necesitaba irme porque tenía una emergencia familiar. Tuve que aguantar una reprimenda, comprensible, porque le dejaba el local bajo mínimos de personal, pero se tragó el embuste. Cuando me vi en la calle el frío me golpeó el rostro, y entonces comencé a preguntarme qué estaba haciendo. Aunque ya era abril, la temperatura en Estocolmo aún era baja, pero a pesar de ello decidí caminar. La dirección que la misteriosa desconocida me había dejado estaba a una hora a pie de mi bar, en la isla de Södermalm. Conocía el barrio porque tenía mucha vida nocturna, y tiempo atrás había trabajado por allí en un par de establecimientos.
Llegué un cuarto de hora antes de lo que me había dicho, y aunque no estaba seguro de a lo que iba, llamé a la puerta, sin obtener contestación. Estuve a punto de largarme, pensando que todo había sido una broma o una ilusión, pero cuando faltaban 5 minutos para las 9 apareció por la esquina. Abrió el portal y subimos al segundo piso. Lo que pasó después ya lo he resumido, pero podría estar relatándolo toda una vida. La delicadeza que empleaba en sus movimientos comunes se transformó en una descarga de energía casi violenta en la cama. Y yo, una vez vencida la sorpresa, respondí a su iniciativa como la ocasión requería.
Se llamaba Lisa, y me contó que era directora de una empresa de cazatalentos que tenía clientes por toda Suecia. Yo no le pregunté por qué me había elegido para pasar la noche, me conformé con la excusa de la mirada, y mi vanidad quiso creerse que aquello era suficiente. Fue ella la que me explicó que había sufrido la traición de un hombre al que amaba y en quien confiaba; el daño había sido muy intenso, y necesitaba entregarse a alguien sin ningún compromiso, de forma primaria. Y yo había sido el agraciado, pensé.
No me importó saberme un instrumento de consuelo, aunque hubiera sido casi por casualidad. Aún me costaba creerlo, pero iba a disfrutar todo lo que diese de sí. Después de ducharme me arrastró de nuevo a la cama y volvimos a emplearnos a fondo en no dejar ni un centímetro de piel sin recorrer. Quedamos exhaustos sobre las sábanas de seda, y el sueño que sigue a la descarga del placer me capturó.
Al despertar no la encontré a mi lado, y tampoco en ningún lugar del apartamento. Supuse que habría bajado a por algo para desayunar, pues en la cocina no había nada, y volví a la ducha. Mientras me secaba puse la radio, y escuché la noticia del asesinato en Santa Katarina, que estaba a apenas 200 metros de allí. La policía sospechaba que se trataba de un crimen pasional, probablemente de un hombre celoso al que ya se estaba buscando. Entonces escuché el timbre. Fui con la toalla puesta a abrir la puerta a Lisa, pero en lugar de ella encontré frente a mí a cuatro agentes.
Todo lo que siguió lo viví como una ensoñación más, pero volvía a ser real. Habían recibido una llamada anónima que decía que en esa dirección se encontraba quien podía ser el asesino de Santa Katarina. De nada sirvió que les hablase de Lisa, que no volvió a aparecer y a quien nadie conocía. El piso estaba alquilado a nombre del muerto, el crimen se había cometido la tarde anterior, hacia las 8, y en mi bar corroboraron que me había marchado de allí un rato antes. Justo cuando me estaban esposando, uno de los policías encontró en un armario un rollo de cinta naranja, la misma con la que habían atado al hombre asesinado.
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