La propina es famélica recompensa para la lección impartida. En un Madrid estival y pandémico, en el que hasta la noche parece asustada, el asiento trasero de un taxi es un Aula Magna y la disertación de chófer, una lección magistral.
Borracho y reseco, le levanté la mano en un Paseo de Recoletos fantasmagórico, con las cicatrices aún frescas de las amputaciones de los turistas, huérfano de rugidos de motores, final de etapa de una vuelta en la que sólo figuraban como inscritos los repartidores de comida rápida en bicicleta.
Bajaba de intentar comprar en un bar escondido un antídoto contra el veneno de la soledad, ese ungüento hecho de whisky escocés y música de Fleetwood Mac que tantas veces me había aliviado los vacíos. Pero, sea porque el producto había superado su hora de consumo preferente , sea porque el virús de la tristeza también hace mutar su cepa o sea porque el confinamiento trae efectos secundarios no descritos en el prospecto, la terapia resultó en agravante de los síntomas. El miedo a mi mismo desencadenó una caótica retirada, sin orden ni concierto, atropellándome yo sólo en el frenesí de la huída, hasta que un solitario camión de la basura, como un dinosaurio lento y escandaloso, me mostró la senda de los diletantes, que lleva a la agonía de los pensamientos, sin atravesar, eso sí, los salones del palacete de la hacienda y sin poner a Elizabeth Taylor en un brete innecesario a estas alturas.
Subí al taxi, deseé buenas noches al conductor, balbucí la dirección de destino, como si hubiere un destino, y me quedé en silencio escuchando la música. El taxista, máster cum laude en psicología aplicada, como todos los taxistas y camareros con experiencia, no me incomodó con esa pregunta inoportuna sobre que itinerario prefería. Y se ahorró una respuesta con el noveno círculo del infierno, las catacumbas de Roma y el gabinete del Doctor Caligari como estaciones intermedias.
Sonaba un son sudamericano, de esos que no tengo etiquetados en mis catálogos musicales. Tal vez cumbia, bachata, vallenato, corrido o chachachá. O ninguna de las anteriores. Pero era razonablemente lento y aceptablemente armónico.
Me di cuenta que clavaba sus ojos en el espejo retrovisor. Precaución de veterano. No temía de mi un atraco, sino un incontrolable acceso de náuseas. Y la mascarilla le hurtaba buena parte de mi expresión, de manera que me buscaba en la mirada los indicios. No pude evitar sonreír embozado, pero leyó la sonrisa en la arrugas de los párpados y, por simpatía, como explotan los productos inflamables, y nada más inflamable que el sentido social, los suyos también sonrieron.
Le dije que no se preocupase. Que iba bien. Aunque deduje que le tranquilizó menos el texto del discurso de lo que le escamó la prosodia. Y rezongó algo sobre bañar las penas en vino y acabar ahogado.
Recogí los jirones de mi dignidad, levanté la barbilla y giré la cabeza para mirar por la ventanilla. Madrid me hacía ningún caso, con razón, que comparado con los beodos pendencieros del Siglo de Oro, los bolingas de hoy somos colegialas de las ursulinas. Sin capa, ni espada, ni sombrero de ala ni orgullo que defender.
Mientras, la ciudad se dejaba caer a velocidad constante, desierta casi siempre, afónica y diríase que también ensordecida.
Los semáforos fueron superados, los monumentos cumplieron con su función monumental, cruzamos los cruces, curvamos las curvas y llegamos al río, donde cualquier pretensión de cosmopolitanismo se diluye a diario entre patos comiendo migas de pan de manos de ancianas caritativas. Aclaro, caritativas con las anátidas, que la caridad, a diferencia del valor en la mili, no se debe dar por supuesta salvo constatación de sus destinatarios, de entre los cuales, sospecho, los no palmípedos quedan excluidos en la mayor parte de los casos.
Cruzamos el puente, con sus candados de compromiso eterno y su hedor a cieno permanente, metáforas espontáneas de eso que llaman amor, y nos acercamos al fin del recorrido.
Para el taxi y el contador. 14 euros. Busco en la cartera. Cuando levanto la vista, el taxista me está mirando.
- Usted va cargado con un saco de amargura, amigo. Y lo malo de la amargura es que es una simiente que agarra en cualquier terreno. Usted cultiva semillas de tristeza y las riega con whisky y va plantando desilusión y angustia en las almas. No habla por no delatarse, pero tiene los ojos llenos de agonías. Hágaselo mirar. Es un consejo.
Y aquí estoy, con un whisky en la mano, escuchando a Coltrane en la oscuridad y pensando que un euro de propina es mucho más barato que la tarifa que me habría aplicado un psiquiatra. Y confiando en no haberle amargado la noche al taxista.
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