Bañarse desnudo en el río de los sentimientos. Nada más rebasar el umbral. Menos mal que te toman la temperatura antes...
Eva. Y Adán. Hijos de Durero. Ahijados de mis damas. Separados y anhelándose. Me dan el alto. En el registro me hurgan los recovecos del alma y me sacan recuerdos de bellezas, de risas, de una hija a la altura de su madre y de personas puras, purísimas, transparentes, que dan abrazos y susurran "no me olvides", y te condenan a no olvidar nunca. Una pureza escondida en la Anunciación, que Fra Angélico parecía conocer mi historia y mi itinerario.
El viejo flamenco espera con su triunfo de la muerte, un poco más allá. A falta del jardín de Hieronymus, ese Los Ángeles del siglo XVI sin música de Coltrane, el mayor de los Brueghel me agita los más oscuros rincones de lo más oscuro de mi cerebro con ese caos apocalíptico del final de los tiempos en tiempo presente, en riguroso directo. Me mareo. Y no es la mascarilla.
Los cuerpos de Rubens. La plegaria a la voluptuosidad rotunda. Para que me descuide. Porque Rubens me espera con Goya y le dan de comer, casi hombro con hombro, hijos a Saturno, como si la digestión del goce no pudiera ser otra que la crueldad más infinita.
Ya voy como un boxeador aturdido por los golpes. Y llega el gancho que me manda a la lona. Diego. Como mi hijo. Rindiendo Breda, pintándose en un espejo o con un Baco rodeado de mis retratos. Porque Velázquez es sinónimo de mi tío Santiago. Su pintor favorito. Ese repertorio de sutiles descripciones y de anécdotas sobre cada cuadro, esas conclusiones sobre lo visto, lo entrevisto, lo soñado. Ese "Luisito", antes de cada pregunta y esa forma de enseñar a mirar lo que no se ve mientras se mira. Entre las gafas y el cubrebocas no creo que se notasen mucho las lágrimas. Tampoco me importa. Porque el bufón el Primo me busca los ojos. Y siento que está vivo. He revivido a alguien querido por un instante, pero el enano no deja de anotarme, desde el negro carbón de sus pupilas, que a él Don Diego le regaló la vida eterna con un pincel.
Ya viajo por las salas como un fantasma. Hacia volátiles puntos de fuga, los púrpuras, los turquesas, los ocres, los grises que estallan en verdes, los negros, siempre los negros, mates y brillos y ni mates ni brillos. Se me ocurre que Mondrian era el Greco con las retinas cuadradas.
Y llega el sordo. Como mi padre. Ser sordo debe servir para taladrar las profundidades del espíritu y encontrar en lo inexplorado la esencia de lo humano. Los dos, testigos de atrocidades de mamelucos, de ejecuciones en Madrid, de bailes castizos y majas vestidas que se quedan desnudas. Los dos doloridos por las heridas de las furias y enredados en sus silencios. Los dos siempre sumidos en el fragor de sociedades que contemplaron como una película muda, sin pianista que acompañase los fotogramas. Los dos, por delante de su tiempo, uno pintando perros impresionistas y pinturas negras y el otro coloreando lo anodino con su entereza y su risa sincopada. Antes "Luisito" y ahora "Luis, hijo".
A llorar otra vez. Huyendo de las salas de mi pasado, me encuentro cara a cara con el pintor Martin Ryckaert pensando que es un espejo.
Salgo y me siento en la verja del Botánico. Puta vida. Bendita vida. Reencontrarse es fascinante. También por lo que duele.
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