martes, 12 de julio de 2011

La compra.

REEDICIÓN. Publicado originalmente el 04/02/2011

Vengo del supermercado de mi barrio, donde he vuelto a enfrentarme a mis peores fantasmas.Es terrible. Lo cuento.

Nada más entrar ya me han descubierto... Están ahí, con aire indolente, con la mirada vagando por las estanterías, moviéndose por los pasillos con pasmosa lentitud, como si fuesen inofensivos, como los cocodrilos que se dejan llevar por la corriente como si fuesen troncos flotantes. Esos abrigos de paño, esos pañuelos al cuello, esos chandals combinados con zapato de cordones. Sí, amigos, sí. Son ellos, son los jubilados maleducados. Los mismos que se camuflan en la marquesina del autobús, en el andén del metro, en la taquilla del cine. Y han vuelto como el Coronel Kurtz, para hacerme sentir el horror.

Trato de pasar desapercibido. Y ellos hacen lo mismo. Porque entre dos abuelas uniformadas de abuela en traje de campaña no hay manera de descubrir a la maleducada antes de que se manifieste, o entre dos cincuentones prejubilados no hay forma de detectar al grosero solo por sus movimientos. Me acerco a un expositor. Estoy buscando loncheado de pavo bajo en grasa y sin conservantes ni gluten, y enriquecido con siete cereales y tofu nepalí desnatado. Necesito poner toda mi atención en las ininteligibles etiquetas, y ellos lo saben. Cuando más absorto estoy, soy atropellado por un carro descontrolado, lastrado por botellas de gaseosa, patatas en envase de cinco kilos y latas de bonito "king size" ( al objeto de aumentar su capacidad destructiva ), que hunde sus afiladas aristas en la carne fofa de mis pantorrillas. Me giro asustado, y ella cambia de dirección, como si no hubira percibido el encontronazo. Me pongo nervioso. Agarro el primer blister ( que luego resultó ser pollo trufado con alcaparras y ajetes tiernos, origen Perú, y que no nos gusta a ninguno en casa, incluido el hamster que vomitó apenas olerlo ). Me agacho para ponerlo en la cesta y se me sube a la chepa, literalmente, un ex-cajero del Banco de Santander, a cuya prejubilación contribuyo religiosamente todos los meses. Tras pisotearme las vertebras lumbares, dorsales y cervicales, me conmina a quitarme de en medio, que tiene prisa. Huyo de la zona de embutidos.

Me aproximo a los lácteos y diviso el último yogur de soja natural andorrana, con bífidus salvaje del Caribe e "inmunitas casei diarreaus promoveitor", imprescindible para el tránsito intestinal inmediato y para el tratamiento sintomático de las hemorroides embravecidas. Me lanzo. Pero resulta un sprint muy corto. La jubilada, como míticos defensas del Sevilla F.C., me ha buscado la rodilla con la cesta, y por detrás, en plancha. Caígo agarrándome la dolorida articulación mientras la veo sonreir al apoderarse del yogur. Maldigo por lo bajo.

Y llego a la caja. La bombilla de la canasta este del Boston Garden, en el séptimo partido de una final contra los Pistons, con empate a 103 y tres segundos en el reloj, es un balneario comparado con esto. Sufro un doble bloqueo, recibo un fuerte golpe en la nariz con el hombro de una anciana de unos 120 kilos y reclamo airadamente a la cajera, que hace un gesto inequívoco de " yo no he visto nada". Cometo el error de seguir protestando, y el codazo me llega nítido al bazo, y me corta la respiración. La más bajita manda jugada levantando dos dedos, y el del pantalón de tergal con zapatillas de estar en casa ya me está agarrando de la camiseta. Pugno por desasirme, pero se las sabe todas... y me baja los pantalones. Enredado en las perneras, pierdo el equilibrio y la de la bata de guata me remata con un rodillazo en la sien. Entre tinieblas, me parece escuchar "estos jóvenes, que no respetan nada".

Me ha sacado del super el gabonés que vende "La Farola" en la puerta. Supongo que es solidaridad entre desfavorecidos. Y debía dar tanta pena, que ha sido él el que me ha dado una propina.

Una abuela educada y un jubilado decente me han acompañado a casa. También hay buena gente entre ellos. Pero deben vivir aterrados, como yo.

Buen día y buena suerte.

Diógenes.

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