Así llaman al Barrio Rojo de Ámsterdam, famoso en el mundo entero porque las prostitutas se exhiben en el escaparate del burdel mostrando sus encantos a los clientes detrás de un cristal. La carne presentada como en la vitrina del supermercado.
Tengo la impresión de que el mundo se ha convertido en el Gran Barrio Rojo y todos somos las meretrices expuestas en lencería.
Hace cuarenta años, mi padre nos daba un beso a mi madre, a mi hermano y a mí y se iba a trabajar. En su curro tenía un teléfono de pared, negro, que sólo utilizaba para llamar si pasaba algo grave. Mi madre se iba a la compra, nos recogía del colegio, nos daba de merendar…No llamaba a mi padre a menos que nos pusiésemos malos o la vecina nos hubiese hecho una gotera. Mi padre y mi madre han disfrutado de sus pequeños universos privados, separados por unos cientos de metros pero independientes. La sinceridad era entonces un valor personal, y seguro que muchas pequeñas tribulaciones y algún secretillo se han quedado en esas esferas, sin ninguna consecuencia práctica para su convivencia.
Hoy tenemos teléfonos móviles. Ya no es sólo que pueden llamarnos en cualquier momento, lo que nos dejaría la opción de no contestar. Los sistemas se han vuelto tan perversos que incorporan aplicaciones de mensajería que le dicen al remitente si has leído su texto y sofisticados artilugios GPS que referencian tu situación para que estés permanentemente localizado.
La videollamada hace que no puedas ocultar una mala cara. El manos libres recoge el ruido de fondo del lugar donde estás. Un diminuto terminal sirve no sólo para fotografiarte o filmarte, sino que difunde esa imagen en el momento.
Y, una vez secuestrado, una suerte de síndrome de Estocolmo hace que te entregues a la causa voluntariamente y sin resistencia. Entonces empiezas a transmitir tu propia vida en tiempo real. Cuentas en las redes sociales lo que piensas, lo que haces, lo que te gusta y no te gusta. Tus sueños y tus pesadillas. Tus filias y tus fobias. Eres Truman en en su show, y abrazas al Gran Hermano con una ilusión casi infantil.
Estás en el escaparate. Si alguien quiere comprarte, ya puede hacerlo. Y es tanta la oferta que el precio se devalúa a cada minuto, con el añadido de que tampoco estás contando la verdad. Estás contando la verdad que quieres que los demás crean que es la verdad.
Como esto que ahora mismo estoy haciendo en el blog. Aunque tal vez mañana tire el teléfono móvil al Manzanares y deje de escribir aquí y allí. Al menos, voy a considerarlo.
Me gusta la reflexión!
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