Soberana de una extensión de 50.600 km . cuadrados, comenzó a sentirlo el día de su coronación.
Asistieron 20.000 de los 43 millones de súbditos dispuestos a entregar la vida por su persona y la defensa de las fronteras de su reino.
Bajo el peso de la corona se desdibujó su cintura y buscando espacio en el vientre frío, trepó la espalda y rodeó su garganta hasta dejarla sin aliento.
Le faltaba estar a solas con el sol.
Nunca recuperó su delicada figura de noble cuento de hadas. Y se alegró. Deseaba con todas sus fuerzas vivir una oronda campesina de caderas poderosas y pechos rotos como ubres.
Los espejos de palacio fueron clausurados. No soportaba su presencia hostil en ellos.
A todas sus medidas le faltaban 40 cm . de más.
Las audiencias con los prestamistas le daban vértigo. No necesitaba tanto para administrar una cabaña de heno, vacas y gallinas.
La ausencia de su abdomen aumentaba.
Le faltaban 600 mil millones de menos.
Los consejos para la guerra le llenaban la incertidumbre. ¿Cuántos soldados para defender las vastas praderas que se perdían ante su mirada hueca?.
Le faltaban las 500 mil unidades que los dados habían decidido enviar al otro extremo de su batalla.
Para cuidar ovejas y quesos no necesitaba ojos vigilantes de mirada feroz.
Los desayunos en la cama, las doncellas pendientes de su respiración, las proposiciones de matrimonio de todos los rincones del mundo conocido y desconocido, las fiestas, los vestidos fabulosos, la dejaban exhausta, sin vida.
Le faltaba un campesino con leche y tierra. Y su propia piel cuarteada por el trabajo infatigable al aire libre, segando hierba, sembrando trigo.
Su abuela, antes de irse, le explicó que la vida se encargaría de elegir un camino para ella. Para ser feliz, sólo tendría que recorrerlo hasta donde le llevara.
Se encerró en el establo para oler a los animales que cuidaba sin descanso en sus sueños desvelados.
Y no volvió a salir.
Se negó a lavarse, a dormir. La comida no podía permanecer en aquel epicentro helado donde empezaban y terminaban todas sus tempestades.
Desatendió sus posesiones por completo. La niebla del abandono se hizo tan espesa, que los habitantes del lugar no podían verse los unos a los otros. El miedo se hizo aire. Los niños no se atrevían a llorar.
Enloquecida entre abrazos de caballos y caballerizos, el cielo, sostenido apenas por su tenacidad, se desplomaba sobre ella a cada momento.
Su gestación le agarraba con las dos manos las tripas, inclinándola ante un futuro de incumplimientos que le aterrorizaba.
El tamaño de su cuerpo, las dimensiones de su reino, las cifras de habitantes y bienes, no daban la medida de quién era.
Se resentía por todo lo que no tenía. No era lo que deseaba. Ella era otra.
Alimentaba dentro de sí un rechazo que terminaría comiéndosela en cuanto rompiera aguas.
Y al final... no fue nada.
Publicado por Alicia
A mí también me faltan 40 centímetros....
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