Para celebrar mi nuevo trabajo, mi mujer y yo vamos a hacernos una escapadita con cena y cine. Como de novios. Depositamos a los niños en casa de mis suegros y emprendemos veloz huida hacia el centro. El plan es sencillo. Autobús hasta Plaza de España, cena ligera y peli. Yo de cine no entiendo un pijo, así que mi mujer se ha hecho cargo de la elección, por el procedimiento de consultar a su compañera Meli, que es una gran aficionada. A mí me hubiera gustado ir a ver “Terminator XXV”, que creo que pegan tiros en la cabeza, dan patadas en la boca y mueren hasta los acomodadores. O, en su defecto, una más intelectual, por ejemplo, “La historia de Marisa Amatulo, a la que dieron por…muerta”. Pero mi mujer insiste en que soy un gañán sin corrección y que para un día que salimos habrá que ver una buena. La tal Meli le ha recomendado una de un director novel noruego, Sven Truñenson, que se titula “Evanescencias y obsolescencias”. No sé.
La cena consiste en emparedados. No porque pidamos sándwiches, que pedimos una de bravas, una de jamón y dos cañas; es que estamos literalmente empotrados entre un grupo de italianos que no paran de intentar tocarle el culo a mi mujer y una excursión de coreanos que se están poniendo hasta las trancas de ibéricos. Sobrevivimos como podemos a la superpoblación y, después de pagar precio de guiri, conseguimos salir del “Mausoleo del Jamón”.
De camino al cine, para que vamos a engañarnos, yo voy rumiando la esperanza de que el dichoso noruego sea una figura de culto y no queden entradas, con lo que aún tendríamos tiempo de llegar a casa para ver el Granada-Rayo Vallecano, que lo televisan. Pero la taquilla de los cines “Alphapille” está más vacía que el mostrador de altas de la Seguridad Social. Ya me escama la cara de cachondeo que pone la taquillera cuando le pedimos “dos centraditas” para la de Sven, y más cuando hace el comentario de “Se van a poder centrar todo lo que quieran…Sala tres”.
La sala tres está desierta. Eso da pie a otro problema conyugal: pudiendo colocarnos donde queramos, mi mujer pregunta:
- ¿Dónde nos ponemos, cariño?
Como sospecho que es una pregunta retórica y que ya tiene decidido donde nos vamos a sentar, respondo con el tradicional:
- Donde quieras, amor.
Pero como está mosqueada por lo incómodo de la cena y por la mala pinta que tiene el asunto del cine, ello da pie a un respingo verbal:
- Tú siempre igual, que poquito ayudas…
Cuento hasta diez, inspiro y respiro, y me enroco en el silencio hasta que la veo sentarse a mitad de sala y pegada al pasillo.
La soledad en que nos encontramos me inquieta. Si la película me aburre, fijo que me duermo y ronco, y al hacerlo en despoblado y sin la mínima cobertura de otros espectadores, seré descubierto y reprendido de inmediato. Si le aburre a ella, ni siquiera le queda el recurso de distraerse mirando al resto de la concurrencia, con lo que centrará su atención en mí. Tiene mala pinta.
Se apagan las luces y empieza la proyección…A los cinco minutos de película me acuerdo de una frase de Summers que leí hace años, que decía que le jodían las películas en las que “todos van muy despacito y no pasa nada”. El argumento se basa en la relación entre un pescador noruego y un salmón de piscifactoría. Los diálogos son monólogos, porque el salmón se limita a mirar al pescador mientras habla, con esos ojos que tienen los peces, que transmitir, lo que se dice transmitir, no transmiten mucho. Y las reflexiones del pescador sobre el influjo de la antropología en la agricultura hidropónica y la incidencia de la caspa capilar en los países del Oriente Medio tampoco es que entusiasmen.
A los veinte minutos yo le estoy pidiendo a Dios que el salmón se muera de un ataque de aerofagia, o que el pescador se enganche con las redes y sea arrastrado al fondo del mar. El sopor se me está haciendo insoportable y voy por el segundo cabeceo incontrolado. Mi mujer me pregunta en un susurro, que por cierto no tiene sentido al ser los únicos espectadores:
- ¿Te está gustando?
Dudo entre acordarme de los progenitores del director o recurrir a la diplomacia. Opto por la segunda.
- Está bien.
A la media hora ya no puedo más. En la pantalla, el pescador sonríe alborozado porque el salmón se ha comido una mosca, lo que el muy gilipollas interpreta como una respuesta a sus comentarios. Me estoy ciscando en toda la parentela del guionista cuando se me ocurre una idea brillante. Como estamos solos en el cine, voy a intentar meterle mano a mi mujer como cuando éramos novios.
Inicio la maniobra según el manual de operaciones clásico: brazo deslizante por el respaldo hasta alcanzar su hombro. No percibo reacción. Echo una miradita a la ventana de la cabina de proyección: allí no hay nadie, que este bodrio aburre hasta al operador. Todo se desarrolla según el plan previsto. Me muevo lentamente en el asiento hasta acercarme lo más posible, aún a costa de clavarme en las lorzas el maldito reposabrazos. La posición es idónea. Realizada sin novedad la aproximación, mimetizándome con el terreno, y tal y como se describe en los documentales del Parque Nacional del Massai Mara, tenso mi musculatura (o lo que queda de ella debajo de las grasas corporales) y me preparo para un ataque fulminante.
Bueno, para fulminante el guantazo que me arrea mi mujer. De camino a casa empiezo a entender como se sentía el salmón de la película. No somos nada.
Fantástico, esperaba que al final el besugo animase el cotarro y hubiera algo de pesca.
ResponderEliminarPor cierto, me he permitido compartir esta entrada en Facebook y un link en el blog
ResponderEliminarMe suena la película. No es un re-make den un clásico de Bergman?
ResponderEliminar¿Bermang no era un tenista?
ResponderEliminarPerdón, el tenista era Wallander...
ResponderEliminarHacía tiempo que no me reía de esta manera! A carcajada limpia, hasta las lágrimas. Ha sido delicioso. Gracias!!
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