Como llevaba unos días jodido de la espalda, y siendo, como soy, un imprudente, llamé a mi buen amigo el Doctor Coyote para pedirle consejo. Además de sus habituales recomendaciones (un caja de botellines, hacer el amor tres veces en la postura del escorpión trapecista, desayunar seis huevos fritos de los de dos yemas…), me ha recetado un relajante muscular. Me sorprendió un poco, porque los únicos músculos que ejercito son los de las mandíbulas y el brazo derecho para levantar las cañas de la barra a la boca, pero me he ido a ver a Crisóstoma y me ha dado uno.
Me lo he tomado con el gintonic de después de comer. Primero me ha producido un poco de modorra, al extremo que mi mujer ha tenido que despertarme con cierta violencia: me he quedado sopa encima de la caja de las pastas, y estaba babeando las de chocolate, que son sus favoritas. Me he incorporado torpemente y me he chocado sucesivamente con la mesa, dos sillas, el radiador de la calefacción, el frigorífico, la puerta de la cocina y mi hijo el pequeño, por ese orden. He conseguido llegar al sofá, donde me he vuelto a quedar filete en apenas unos segundos. Por fortuna, me colgaba la cabeza y el caudal de salivas ha resbalado limpiamente hasta el suelo, donde mi mujer, siempre atenta, ha dejado la bayeta de hacer los baños.
He permanecido semiinconsciente durante un tiempo, hasta que el armonioso bocinazo del portero automático me ha devuelto a la vigilia...o parecido. He abierto la puerta y el cartero, siempre solícito, me ha hecho firmar un certificado de una multa de trescientos euros. Le he abrazado, he firmado en cuatro casillas que no eran la que correspondía a mi notificación y le he dado cincuenta euros de propina. La cara de mi mujer era un poema.
Como he visto que no me encontraba lúcido del todo, he decidido salir a tomar el aire. En la escalera me he topado con las vecinas del primero, que me obligan cada sábado a bajar a las cuatro de la mañana a poner fin a la fiesta que organizan, y las he besado y las he prometido que este sábado bajo con una botella de J&B y mi mejor tanga. Se han metido en su casa aterrorizadas…No lo entiendo.
Me he subido al autobús por la puerta de atrás, le he cedido el asiento a un albañil de unos veinte años y he tratado de demostrar que se puede hacer el trayecto Príncipe Pío- Callao sin agarrarse a la barra, con el resultado de un dedo del pie presuntamente fracturado y los últimos quinientos metros del recorrido con la cabeza atrapada entre el pasamanos de la puerta y el cerco de la misma. Menos mal que el conductor se ha dado cuenta y, amablemente, antes de accionar el mecanismo de apertura, me ha sacado la cabeza de dos patadas de tan incómoda apretura. Le he sonreído y le he deseado feliz año nuevo.
En la misma Plaza del Callao me he hecho colaborador de Intermón Oxfam, de la Cruz Roja española, de Médicos sin fronteras, de Bomberos sin fronteras, de Ortodoncistas sin fronteras, de Vigilantes de la Fontera sin fronteras y del club de fans de “La Frontera ” (yo creía que el grupo se había disuelto), amén de convertirme en evangelista, mormón, anabaptista de la séptima trompeta, sintoísta, harecrisna y musulmán sufí, chií y sunní. He vendido mi anillo de compromiso en una tienda de vendo oro, que según el tío del chaleco reflectante paga los mejores precios, he hecho cola en la puerta de FNAC para una promoción de música barroca paquistaní, he patinado sobre hielo hasta que la chica del estanco me ha dicho que habían quitado la pista en enero, he entrado y salido once veces de El Borde Inglés intentando hacer sonar la alarma antirrobo con el poder de mi mente y me he trapiñado seis docenas de castañas asadas del kiosco, ante la estupefacción del búlgaro que lo regenta.
Como seguía un poco mareado, he bajado con sútiles pasos de baile por la calle de Preciados. La gente se admiraba de mi gracilidad. He colaborado con unos músicos callejeros, enriqueciendo sus melodías con la coreografía de “El lago de los cisnes”, hasta que han empezado a tirarme piedras. Ante la atónita mirada del segurata, he pasado por el torno del metro diez veces, hasta apurar los viajes disponibles en el billete, por el mero placer de ver como se encendía el pilotito verde con la leyenda “Pase”.
Ya en la Puerta del Sol, se me ha ocurrido la idea de acampar para protestar por la corrupción, rechazando la ayuda del Samur Social que pretendía trasladarme al albergue de San Isidro. Dos policías me han convencido de deponer mi actitud por el procedimiento de endiñarme media docena de estacazos en las costillas, hasta que he captado su mensaje. Y, en agradecimiento, les he interpretado a voz en grito el tema central de la banda sonora de “La ciudad sin nombre”, cual Lee Marvin redivivo. Luego recuerdo haber viajado con unos seres amarillos en una nave espacial con luces naranjas y sirenas.
Me he despertado en urgencias de la Clínica Moncloa. Según me dice la doctora, el relajante hay que tomarlo en dosis pequeñas, que si no puede tener efectos indeseables, sobre todo si se mezcla con alcohol. No se si hacerla caso. Mejor le consulto a Coyote.
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