Puede ser casualidad haberla leído la semana de carnaval, o puede que no, que las casualidades no existen… Al señor Padura, Don Leonardo, le debía ya algunos de los mejores ratos que he pasado con un libro entre las manos, y la deuda se ha hecho aún mayor con este tercer libro de la saga de las estaciones.
Porque el teniente Mario Conde me pone carne de gallina en el miocardio, con su máscara de cínico que trata de esconder su cara de niño que sigue jugando pelota en cualquier esquina de La Habana , su cara de adolescente que sueña con ser escritor, su cara de hombre que quiere creer y no puede, pero se deja seducir siempre por lo auténtico, por más que lo auténtico, no sólo en tiempo de carnaval, también se oculte tras una máscara.
El Conde es incapaz de dudar de un buen colega mientras duda siempre de sí mismo, y es que es un policía que quiere llegar a la verdad, aunque las únicas verdades que alcanza son las certezas de que quiere a su jefe, al que llama “viejo” como Germán Areta llamaba “abuelo” a su Comisario, porque su jefe es un tipo íntegro que ya ni siquiera encuentra un buen cigarro que paladear; de que quiere a su inseparable Manuel Palacios porque no sólo es mejor poli que él, sino que además le aguanta los berrinches; de que quiere a su ciudad porque es su microcosmos y su inmenso universo; de que quiere al ron, al tabaco y a las mujeres porque sabe que la vida es un viaje en guagua sin cabecera de línea ni itinerario programado.
Pero sobre todo le inunda la seguridad de que quiere al “Flaco” y a su madre, que son toda su familia, todos sus recuerdos, todos sus presentes y su salvavidas de balsero mental. Sólo es capaz de odiar una bala perdida en una guerra perdida en una selva perdida, que encontró a Carlos y le condenó a dejar de ser flaco.
En el fondo sabe que querer ser escritor para ser libre allí donde la libertad es un espejismo, que bien mirado no es sólo Cuba, es todo el mundo, es una pirueta carnavalesca. Y asiste estupefacto a la transfiguración de un joven, de un autor de teatro, de un diplomático y hasta de una criada, y se emociona al comprobar que, entre las brumas de sus propios prejuicios, la orientación sexual no determina en absoluto que un hombre, a la hora de la verdad, se comporte como un hombre.
Como diría el tío de mi amigo Juan Carlos…”¡¡¡ Fabulosa!!!”.
Máscaras
Leonardo Padura 1997
Tusquets Editores
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