Publicado originalmente el 20/02/2011
Personaje fascinante. En el entorno de los cincuenta años, normalmente tripudo- no es imprescindible- y comúnmente alopécico incompleto. Suele dar muestras de su buen gusto al elegir pantalones de tergal verdes y chaqueta ojo perdiz, y una corbata que varía entre los diseños Luis Aguilé, Torrebruno o Bigote Arrocet, y siempre con una disposición cromática absurda.
Personaje fascinante. En el entorno de los cincuenta años, normalmente tripudo- no es imprescindible- y comúnmente alopécico incompleto. Suele dar muestras de su buen gusto al elegir pantalones de tergal verdes y chaqueta ojo perdiz, y una corbata que varía entre los diseños Luis Aguilé, Torrebruno o Bigote Arrocet, y siempre con una disposición cromática absurda.
Inicia la liturgia en la puerta del templo templándose cuatro o seis cañas en ese bar que, por ley, siempre debe ubicarse frente a las iglesias. A la llegada de los novios o del sacramentado, reparte abrazos sin mesura, en la mayor parte de los casos a personas que no conoce de nada. Al comienzo de la ceremonia abandona la basílica discretamente (es lo único que hace discretamente en todo el proceso), para lo cual se ha situado hábilmente próximo a la puerta. Esta maniobra cuenta indefectiblemente con el reproche visual de su esposa y de alguna cuñada, que no puede evitar expresiones como “¡Tu marido como siempre!” y similares.
Una vez en el exterior, regresa al bar donde, en la anterior visita, ya ha consolidado varios contactos sociales: el camarero, algún borracho local y su equivalente en la otra rama de la familia (es altamente probable que cada una de las familias objeto del enlace o agasajo aporte uno de estos elementos al evento). Procede a pimplarse otras cinco o seis cañitas, haciendo comentarios groseros sobre las asistentes al sarao, aprovechando la ausencia de su esposa.
Finalizado el acto, se entremezcla con los invitados salientes del recinto eclesial, y completa otra ronda de abrazos con profusión de palmadas en la espalda.
Durante el ágape, y solo por el tiempo que permanece sentado, que suele abarcar hasta la llegada del segundo plato, cuenta chistes de temática sexual o de curas, utilizando los registros más altos de que son capaces sus cuerdas vocales, ante el pasmo de sus compañeros de mesa, si no le conocen, o la censura expresada con movimientos de cabeza, si es pariente de sus adláteres.
Servido el segundo plato, se levanta en innumerables ocasiones, al objeto de saludar a ocupantes de otras mesas, a los que, con certeza, ya ha saludado dos o tres veces o de glosar la belleza de alguna de las invitadas con expresiones tan afortunadas como “¡La ponía yo mirando para Cuenca!” o “¡Vaya culo ha echado!”, y otras similares.
Siempre es el primero en entonar el “¡Viva los novios!”, aunque se trate de un bautizo, debido a las dos botellas de tinto que ya atesora en sus entrañas antes de los postres. El grito es coreado habitualmente por los invitados jóvenes y solteros, que aprovechan cualquier oportunidad de ahuyentar el tedio implícito a este tipo de galas.
Pero su momento estelar llega después de la tarta. Brinda hasta con la chica del guardarropa, como poseído por una felicidad infinita y un amor por la humanidad superior al de Santa Teresa de Calcuta. Besuquea a invitadas, invitados, mozos, personal de seguridad y, por descontado, abraza hasta la asfixia al/los homenajeado/s.
Y por fin suena la música, y nuestro hombre sufre una catarsis: se queda con los ojos en blanco, embelesado por los acordes de “Paquito el chocolatero”, y se transforma, no sin antes apretarse tres gintonics, hasta convertirse en la reencarnación de Fred Astaire, eso sí, con cincuenta kilos más, los pantalones caídos, la camisa por fuera y la corbata en la frente, emulando a John Rambo. Y parece levitar sobre la pista mientras magrea a los convidados y especialmente a las convidadas. Si la fiesta es una boda, mención aparte merece su insistencia en bailar con la novia, episodio que tiende a concluir con la pérdida de equilibrio de ambos, él por los tres litros de alcohol que corren por sus venas y ella por la falta de estabilidad que provocan los trajes nupciales, que parecen más diseñados para un viaje espacial que para un desposorio.
No obstante todo lo anterior, y siendo consciente de la bronca que le cae cuando se queda a solas con su cónyuge, hay que decir que, sin atisbo de duda, es el que mejor se lo pasa en todos estos faustos. No hay más que comparar su rostro sudoroso y congestionado, con esa sonrisa bobalicona que, como el desodorante, no le abandona, y el de los convocantes al ver la factura del banquete. Y, además, no repara en el vestido, calzado y complementos de las comensales ni critica a nadie por su falta de estilo.
Así que, en el próximo festejo, me voy a pensar que corbata me pongo….
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