Publicado originalmente el 25/04/2011
Estaba yo de buen humor esta mañana, fíjate tú, y decidí meterme en el gimnasio de la urbanización para hacer un poco de ejercicio y tal. Cuando llevaba ya 10 minutos peleándome con uno de esos potros de tortura entró una mujer de unos 35 a 40 años, ataviada con unas mallas negras que ajustaban sus interminables y extraordinariamente bien contorneadas piernas y una camiseta que a duras penas disimulaba el melonar que pugnaba por manifestarse de sabe Dios qué malvada forma. Si a esto añadimos el rostro con ojos felinos de un azul mareante y una melena pelirroja que caía en cascada sobre sus hombros, cualquiera podría entender el por qué desde mi garganta salió una especie de “buenos días” gorgojeante, balbuciente, producido al meter tripa a velocidad super-luz.
Tras el cambio de saludos, la diosa comenzó a trotar sobre la cinta con aire despreocupado, mientras yo me dirigía a levantar una mancuerna, a todo esto con el pecho hinchado como el gallo Claudio y una curiosa curvatura en mi perfil provocada por la contracción del tripón que me hacía andar con el culo para afuera y en esta disposición de ánimo y cuerpo determiné proceder al levantamiento de la susodicha pesa, algo normal, vamos, si no fuera porque en un patético intento de emular a Conan, “El Bestia” y así impresionar a la Venus, había colocado un 800/% mas del peso habitual, de manera que, al primer esfuerzo y con la cara roja como un semáforo, los ojos como bolas de petanca y la mandíbula mas tensa que Marco en sorpresa sorpresa, me zurré.
Sí, un pedo, un cuesco; lo sé, fue algo horroroso, porque la explosión no fue un gas sibilante y de dudosa procedencia, fue un petardeo, un trueno vibrante con retranca que se amplificó en la reducida estancia y el mundo comenzó a pasar en cámara lenta. Solté la pesa de inmediato, y cayó al suelo haciendo el mismo ruido que un yunque desde un 5º piso; miré a un lado y a otro buscando algo o alguien a quien poder echarle la culpa, lo que fuera, otro vecino, la mujer de la limpieza, un grillo; nada, miré hacia ella y seguía trotando mirándome de reojo, como si nada. Comencé a dejarme llevar por el pánico, cuando intuí que la explosión traía metralla tipo granada de fragmentación y mi mente comenzó a navegar medio en sueños por el universo del Call of Duty: el Cabo Davis, el Sargento Mc Tavish, el Capitan Price y la madre que los echó a todos, que en gloria esté.
Entre dientes empecé a mentar a la Santa Compaña, a los Arcángeles y a San Ramón Nonato, cuya imagen me perturbaba. El sudor corría a mares por mi rostro y tembloroso observé con terror como el espejo reflejaba la imagen de mi trasero con la marca del delito comenzando a perfilarse, luchando por salir y clamar a los cuatro vientos que era lo mas marrano que había parido hembra humana jamás.
Fue entonces cuando decidí salir de allí como fuera, por lo civil o por lo criminal, vivo o muerto, y convulsivo, con paso vacilante, corto y veloz, como si me hubieran atado las piernas a la altura de las rodillas, dándome un aire a Chiquito de la Calzada, me encaminé a la puerta lo mas rápidamente que esta configuración corporal me permitía y mirando de reojo a la diosa con el picaporte de la puerta en la mano, llegó la salvación de mi honor al advertir los enormes auriculares mp3 semiocultos por su ígnea melena que, a buen seguro, impidieron oír cualquier estruendo que no fuera el de la música, maravillosa, música salvadora. No vuelvo al gimnasio ni aunque me apunten con un bazooka.
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