Acudí a mi terapia quincenal con el Dr.
coyote para tratar mi adición a los escotes. Era la tercera sesión, y la
verdad, no notaba mucha mejoría, porque por la calle iba asomándome a los
balcones que albergaban los bustos femeninos, con gran peligro de recibir
bofetones. Pero como la terapia estaba basada en la desensibilización, o sea en
ver vídeos de damas con pechos prominentes, y en unos medicamentos a base de
orujo, seguía yendo, sin que los 40 euros de la consulta me parecieran
desaprovechados.
El portal estaba tan cochambroso como de
costumbre. No había placa alguna que anunciase al Dr., lo que no carecía de
lógica porque era una consulta ilegal (establecimiento desregularizado, lo
llamaba él). Subí al segundo piso sorteando algunas manchas en cuyo origen era
mejor ni pensar, y llamé al timbre. Mientras trataba de quitarme una sustancia
pegajosa que se me había adherido al dedo con el que había llamado, oí unos
pasos en el interior. Cuando esperaba ver a su asistenta, una mulata de metro
ochenta y cinco con el pelo como Michael (Jackson o Hasselhof, da igual), el
propio Dr. Coyote me abrió la puerta.
- ¡Hombre! Me viene al pelo su presencia. Mi
secretaria, la señorita Bigmelons, ha sufrido un ataque de caspa brava y me ha
dejado colgado durante un rato. Usted hará su trabajo hasta que regrese.
- Pero… - intenté protestar.
- No se preocupe, es muy fácil. Sólo tiene
que abrir la puerta, pasarme a la gente y hacer lo que yo le diga. Y sobre
todo, no decir ni una palabra. Hala, póngase esta bata, que estará a punto de
llegar algún cliente, quiero decir algún paciente.
Enseguida sonó el timbre y fui a abrir. Entró
un hombre con aspecto de quinqui que miraba a todos los lados como si le
siguiese alguien, mientras se rascaba compulsivamente la entrepierna.
- ¿Está el matasanos? – preguntó. Asentí con
la cabeza y le invité a entrar en la consulta.
El Dr. Coyote le esperaba tras su mesa. Se
levantó y le tendió la mano.
- Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle?
El quinqui me miró, y luego al Dr., con
nerviosismo.
- Pues aquí, por la zona sur, que me corre un
comezón…
- ¿Cómo dice? ¿Puede ser un poco más
concreto?
- Que me pica el toblerone, joder.
- Ah, comprendo, por favor, bájese los
pantalones.
El tipo obedeció, y un olor nauseabundo invadió
la sala. Tuve que volver la cabeza para no vomitar, y el Dr. Coyote no se
acercó ni a 50 cm. Vio aquello y le dio una caja.
- Tómese estas pastillas y tenga paciencia,
que ya se pasará.
- ¿Cuántas pirulas de éstas me tomo, jefe?
Cien cada 6 horas, pensé yo, a juzgar por la
peste que despedían sus partes pudendas. Después de pagar la minuta, y de que
el Dr. le asegurase que el hecho de que las pastillas hubiesen caducado 5 años
antes no influiría en su recuperación, abrimos la ventana para ventilar
aquello.
Enseguida volvió a sonar el timbre. Esta vez entró una chica de
treinta y tantos años, toda vestida de cuero y con los pelos como si los
hubiese metido en el acelerador de partículas de Ginebra. Y a base de ginebra
debía ser su dieta, a juzgar por su aliento.
- ¿Y este pavo quién es? – dijo al verme.
- Es que mi secretaria está haciendo un
master de perfeccionamiento, éste es mi ayudante interino. Es extranjero,
recién llegado de… Camboya, y no entiende bien el castellano. – Tuve que
contener la carcajada. - ¿Cómo se llama Ud., señorita?
- ¿Para qué quiere saber mi nombre?
- Pues para la historia clínica, claro.
- Es que no me fío nada, que luego la bofia
se entera de todo. Bueno, pues me llamo… Marina. Marina D’Or.
- Bien, señorita, err, Marina. ¿Y qué le
pasa?
- A mí nada, es a mi maromo, está al llegar.
Es que no me rinde. Está más caído que el culo de Nefertiti, y yo, que quiero
candela, pues nada de nada, dice que son los nervios, pero el caso es que nada
de nada.
- Entiendo. ¿En qué trabaja su, ejem, novio?
- Es el guitarrista de “Mocazo peludo”. –
Ante la cara de pasmo de ambos, aclaró. – El grupo de trash-metal, joder.
En esto entró sin llamar el guitarrista. Le
arreó un buen bocado a la chica antes de decir nada.
- Ya le has contado al Dr., ¿verdad, nena?
Dr., ya he ido a varios sanadores, porque usted perdone, no confío en los médicos.
Pero es que no he mejorado nada. Y aquí a la churri, no la saques del “a mi burro
a mi burro le duele la cabeza”. - Yo permanecía atónito sin mover un músculo.
El guitarrista me miraba de vez en cuando con recelo. - ¿Y éste, que no dice ni
mu?
- Es que es camboyano. – Le aclaró la novia.
- Ah, vale. Pues eso, que no sé qué hacer,
que yo me pongo y parece que sí, pero luego no, y los bajos no me carburan. Un colega
mío me habló de que es usted experto en magnoterapia. – El Dr. Coyote asintió.
– Eso es lo de los campos magnéticos, ¿no?
- En realidad no, se trata de una
desinhibición de conductas a base de sustancias coadyuvantes, en este caso, el
Magno, varias veces al día. Puede tomarse con hielo, y en caso de necesidad,
sustituirse por otra sustancia, Soberano, Terry…
El Dr. le programó un tratamiento a largo
plazo, mientras la encuerada me tiraba pellizcos a mí, lo que atribuí a la
posible Beefeater-terapia que debía seguir ella. Al poco de marcharse, apareció
la interesante señorita Bigmelons, cuyo escote me hizo emitir un aullido.
Y
llegó el momento de mi consulta. El Dr. Coyote me prescribió, además del
habitual, un nuevo tratamiento de choque escandinavo. Me mandó comprar la
colección de DVD's de “Busty Hottestrom y las suecas tórridas”, uno cada 8
horas. Parece que voy mejorando.
Pues yo pedezco el mismo síndrome...Me lo trato con Anís Las Cadenas y mejor no estoy, pero soy feliz....
ResponderEliminarDelirante y delicioso. Seguiría leyendo ese diario toda la tarde, muy bueno.
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