Me refugio en el trabajo. Llevo una semana a destajo. Los dos técnicos que colaboran conmigo están alucinados. Trabajo de la mañana a la noche y pido un taxi antes de salir, para pasar el tiempo imprescindible en la calle. Al menos he adelantado mucho el trabajo, y en un par de días podré irme a Madrid, a ver si no veo a esa mujer por todas partes.
Uno de los chicos, de nombre Ramón, se decide y me pregunta si me pasa algo. Le digo que estoy un poco estresado, por no dar más explicaciones. Con muy buena voluntad, me ofrece un plan para relajarme. Es aficionado a la pesca y me dice que puedo ir la tarde del sábado con él al espigón del Puerto Deportivo. Había pensado trabajar también el fin de semana, pero acepto. Igual un poco de calma me sienta bien.
Llega el sábado y me encuentro con Ramón en el rompeolas. Monta su caña, ceba y arroja el anzuelo al agua. Nos sentamos a esperar a los peces. Va pasando la tarde y, además de media docena de peces de roca, que Ramón asegura que hacen una bullabesa deliciosa, yo voy pescando un poco de equilibrio. El atardecer es muy hermoso. Hacía la bocana el puerto, con el sol detrás, se acerca un velero. Es una imagen idílica.
Hasta que, al timón del velero, veo a la rubia. Leva unos mini shorts blancos y un top azul, y su melena vuela con el viento. Es preciosa. Me pongo de pie de un salto. Ramón se asusta.
Cuando el velero pasa por el punto más próximo al espigón, juraría que la he oído reírse. Salgo corriendo hasta encontrar un taxi y me escondo en mi habitación del hotel, con el cerrojo echado.
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