- ¿Monsieur Rick?
- Oui
El camarero, solícito, le aproximó la bandeja de plata sobre la que reposaba la tarjeta. Con esa elegancia natural que tiene para todo, mi amigo se disculpó y se levantó para leerla manteniendo la discreción.
- Pas de réponse…
Volvió a sentarse y se quedó pensativo por un instante. Como le conozco, no quise entorpecer el recorrido de sus cavilaciones y apuré mi cerveza.
Con un tenue gesto de reconocimiento, volvió a la conversación, no sin antes vaciar su vaso y solicitar otras dos cervezas al camarero. El sol de invierno entibiaba el muelle del puerto de Marsella lo imprescindible para hacer grata nuestra estancia.
Un flamante Hispano-Suiza se deslizó lentamente por la calle empedrada, y me pareció ver en el rostro impasible del “chauffeur” un ápice de desprecio. Mis pensamientos volaron con una ráfaga de viento y con la llegada de nuestras cervezas, adornadas con un enorme plato de verdes olivas. Retomó la conversación después del primer sorbo.
- Quisiera explicarte…
- No es necesario, amigo mío…
- Es una larga historia…
Me atreví a interrumpirle.
- Entonces, será una historia de amor.
La complicidad brilló en su sonrisa. Treinta años hace que soy su primer oficial. Treinta años a su lado, observando como permanecía impasible en mitad del más fiero de los temporales, como desconfiaba de las calmas y que satisfacción le producían los leves vaivenes de las marejadillas.
- Los griegos siempre tan soñadores. Aunque aciertas.
Yo sabía que acertaba. Ese destello que le cruzaba los ojos al avistar el litoral marsellés. Ese regresar al barco con aire ensimismado. Ningún marino pasa tanto tiempo en tierra si no es abrazado a un salvavidas con nombre de mujer. Eso lo sé por experiencia.
- La más hermosa de las damas. La más gentil, la más apasionada, la más perfecta obra de arte que la Naturaleza haya sido capaz de esculpir.
Le gusta bromear con mi nacionalidad. Dice que se siente más seguro en el puente de mando con un descendiente de los primeros navegantes que surcaron el Mediterráneo, pero que le preocupa que yo aún crea en deidades primitivas. Él, precisamente él, que ahora definía con sus palabras a una Diosa.
- Me juró que partiría y le juré que nunca regresaría. Ninguno de los dos cumplió su palabra.
- Impropio de un norteamericano faltar a una promesa.
- Impropio, pero imprescindible.
Se hace el silencio, mientras pasea su mirada por los mástiles de la flota amarrada. Yo juego con una aceituna antes de echármela a la boca.
- Tuve que volver para no tener que cambiar de barco. Amo a la “Sonatina” mucho más de lo que creía. Ese buque es fiel, dispuesto a hacer lo que le pidas sin una queja, y sólo en sus entrañas me siento realmente seguro.
Entiendo lo que me dice, y lo que no me dice. Ese buque es un cascarón sólido, batido por mil tempestades, pero quiere decir además que no quiso cambiar de tripulación, que no pudo dejar atrás a ese grupo de hombres curtidos y taciturnos que siempre le respetaron y obedecieron con fe ciega. Hombres entre los que yo me cuento.
- Cuando regresé, se había informado de los atraques, y mandó a buscarme, con una tarjeta similar a esta. Hace ya tres años.
Vuelve a callar. No puedo eludir la pregunta.
- Pero, Capitán… ¿Qué te impide volver a encallar en su playa?
Me mira muy fijo, con sus ojos azules.
- Al entrar en la bocana, contemplando Marsella, entendí que tenía que perderla para conservarla siempre. Qué solo olvidándola podría recordarla.
Una gaviota se deja arrastrar por las corrientes de aire, inmóvil en el cielo. Nunca deja de sorprenderme el Capitán Rick.
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