martes, 30 de octubre de 2012

Sonatina


El “Sonatina” atracó en el muelle 2 del puerto de Marsella la tarde del 19 de abril. Casi al pie del buque me esperaba la puerta abierta del Hispano-Suiza oscuro. A pesar de los años, Ludovic lo mantenía en perfecto estado; me saludó cortésmente y se hizo cargo de mi maletín. Me senté a popa, en el asiento de estribor, pues nunca consentía en que viajase como copiloto. Su conducción era tan elegante y educada como él, y me permitía disfrutar del reencuentro con la ciudad.
Me dejó a la puerta del Hotel Meridien, junto a la Canabiere, que conservaba el aire decadente de siempre, y pasé directamente al comedor, donde Solange ya me esperaba para cenar. Conteniendo el impulso, pospusimos las efusiones, y resolvimos el saludo con un formal besamanos. Estaba muy bella. La cena, frugal y breve, sirvió para alimentar la inminencia del encuentro, y acostumbrados al silencio de las ausencias intercambiamos más miradas que palabras. Al terminar, el ascensorista nos condujo a la quinta planta, donde nos aguardaba la misma habitación.
Nos abrazamos con avidez. La urgencia hizo el primer beso atropellado, pero el reconocimiento y la certidumbre de los labios, lo volvieron intenso y sereno. Luego ya nada fue apresurado. Solange se desnudo muy despacio para mí. Hubiera aceptado morir en ese momento con tal de contemplar aquel espectáculo si no fuera por tener la certeza de que después ella sería mía. Cuánta emoción sentí al contemplar la perfección de su espalda; cuánta al percibir el perfume de su cuerpo, generoso en hermosura y fuego. Y el seísmo interior al asir sus caderas de nuevo. Derrochamos nuestro caudal sin escatimar, empleando los cinco sentidos, abandonados al único propósito de arder por completo durante los dos días, alternando el sueño y la febril vigilia.
Por supuesto que no era nuestro primer encuentro, pero siempre me lo parecía, y en esa ocasión más que nunca. O es que tal vez la memoria me hace evocarlo así. La misma memoria que ahora me recuerda la pregunta que tantas veces me había hecho en la mar. ¿Hasta cuándo querría una mujer tan distinguida como la dulce Solange compartir su amor con un capitán de barco, de incierto futuro y oscuro pasado?
La respuesta llegó el mismo día en que mi buque debía partir. La noche había sido de nuevo cómplice callada de nuestra pasión sin tregua. Permanecíamos desnudos, tendidos sobre la cama. Solange me tomó la mano, y sin dejar de mirar al techo, pronunció lo que yo nunca hubiera deseado escuchar.
- Cuando vuelvas, no estaré aquí.
Continuamos cogidos por las manos y en silencio. Nada podía objetar, porque sabía que nada más le podía ofrecer. Sólo proferí una burda promesa, no exenta de quijotismo.
- Entonces jamás regresaré.
Aquel día nos despedimos como siempre, pero para siempre. Sin palabras y con un cálido beso. Ludovic me llevó al muelle donde descansaba el “Sonatina”, dispuesto para zarpar.
Nunca supe los motivos de la desaparición de Solange, aunque se me ocurrirían muchos. Yo no mantuve mi promesa, y regresé. Pero ella, sin saberlo, tampoco cumplió la suya, porque cada vez que volví a Marsella, allí estaba para mí, y aunque no la vi más, sentía que estaba esperándome en aquella habitación del hotel, dispuesta a desnudarse lentamente.

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