Me viene hoy a
la cabeza una mañana en que tomando un reconstituyente con el gran Diógenes y
el ilustre Estanlei Cubric llegó al establecimiento un chaval subsahariano (uno
de los eufemismos que suelen emplearse en la jerga de lo políticamente correcto
para decir una verdad tan incontestable como que era negro) vendiendo todo tipo
de baratijas, relojes, DVD’s, y otros objetos. Le hubiéramos invitado a una
caña, pero no teníamos mucho interés en comprarle nada de aquello. El pobre
chico, en un afán por sacarse algo nos ofreció el “elefantito de la suerte”. El
proboscidio en cuestión mide unos 6 centímetros, está hecho en una especie de
resina (probablemente tóxica) de color granate oscuro, y representa al
animalillo sentado sobre su trasero, pero con las patas delanteras también
apoyadas, y la trompa rampante, y casi parece que hasta sonriendo.
El precio del
elefantito de la suerte era 1 euro. Cuando alguien va por ahí vendiendo
cualquier cosa que tras su fabricación, transporte, intermediación y
comercialización, cuesta 1 euro, sabiendo que al vendedor le pueden quedar
apenas unos céntimos, mientras tú estás tomándote tan ricamente unas cervezas,
parece que la conciencia se agita un poco, y sin decir nada sacamos cada uno
una moneda del bolsillo. Al final le compramos una manada de elefantitos de la
suerte, 5 o 6. Nos quedamos uno cada uno, y los que sobraban los guardó
Diógenes, que dijo que se los iba a dar a nosequién. El mío está desde entonces
en mi mesa de trabajo, junto a un calendario y el bote de los lapiceros.
El muchacho nos
podía haber dicho que era el elefantito de su pueblo, o el símbolo nacional de
cualquier país africano, pero no, nos lo vendió como un amuleto de buena
suerte, de los que tanto se ven, como una herradura o una pata de conejo. Y es
que las supersticiones, cuando son así de inofensivas, abundan, tanto las
positivas como las negras. ¿Por qué sentimos la necesidad de confiar nuestra
fortuna a gestos, actos, o visiones que, en apariencia son producto del azar y
de nuestras mentes calenturientas?
Me pregunto,
¿qué culpa tienen los gatos negros de que se nos pinche una rueda, de que nuestro
día de trabajo sea un desastre (como lo son muchos, sin gatos negros ni nada),
o de que no nos comamos una rosca (como suele ser habitual)? ¿Qué maléfica
influencia tiene un pobre animal, un gato, un cuervo o un mirlo por el hecho de
ser negro, más que tener la desgracia de que los humanos hayamos decidido que
el color negro es de mal agüero, o de luto?
Los
supersticiosos extremos, por ejemplo, ejercen las 24 horas. Para empezar el día
no puede uno levantarse con el pie izquierdo. Lo que pasa es que si te levantas
de la cama por ese lado, plantar primero el derecho no es fácil, y menos cuando
aún estás medio dormido. Eso sí, si no te das cuenta y pisas, con santiguarte
tres veces se anula el efecto del mal fario; y si no te quedas tranquilo, te
puedes santiguar trescientas, que es gratis. En el día a día estamos en un
continuo riesgo de que nos veamos sometidos a terribles maldiciones por las
circunstancias más variadas. Si desayunas tostadas con aceite y sal, que ésta
no se te derrame, porque eso es mala suerte segura, salvo que luego eches una
pizca por encima de tu hombro izquierdo, para contrarrestar; todo muy lógico.
Más mala suerte me parece a mí que se te derrame el aceite, que eso sí que
mancha. Un amigo mío se tropezó en el cuarto de baño, y de un cabezazo rompió
el espejo; su novia no hacía más que lamentarse de que eso significaba que
tendrían siete años de mala suerte, pero yo creo que la mala suerte fue la de
mi amigo, al que tuvieron que darle diecisiete puntos en la frente.
Hay supersticiones
clásicas, como pasar por debajo de una escalera, o derramar el vino. Si abres
un paraguas bajo techo recibirás algunas miradas recriminatorias, mejor que se
te pudra el paraguas empapado, antes que se seque pero te arriesgues a las
calamidades. Y si toca que sea martes y 13, no te libras, pero de ningún modo,
ya no sólo si te embarcas o te casas. Y ya que hablamos de bodas, éstas son un
campo de cultivo de supersticiones magnífico, de forma que debes realizar toda
una serie de pequeños rituales para que no salga mal; esto es un intento de
ocultar lo evidente, que es que el matrimonio puede salir mal por muchísimos
motivos antes que por que no te tiren arroz (ya no dejan en muchas iglesias,
qué desalmados). Pero bueno, que aun así, si se te ocurre pasar a ver a la
novia antes de la boda (si eres el novio, claro) porque te apetece darle un
pellizco o un achuchón (si se deja), y te pillan, oirás unas voces desaforadas
que te echarán con cajas destempladas y te dirán que si estás loco. Ya se sabe
que toda novia en sus cabales (aunque si estuviera en sus cabales tal vez se lo
pensaría lo de casarse) debe llevar algo nuevo, algo azul y algo viejo. Lo
nuevo, es bastante fácil; para lo viejo y lo azul, dejamos volar la imaginación
de los lectores. Acerca del novio no se especifica nada, se supone que con que lleve
algo limpio y algo planchado se considera suficiente.
Lo de llevar
alguna prenda para que dé suerte también se estila en la Nochevieja, donde se
ruega encarecidamente llevar algo rojo, lo que hace que se disparen las ventas
de calzoncillos y tangas baratos de dicho color; y luego, si se puede enseñar,
pues tan ricamente. Sin embargo, en algunos gremios, la ropa amarilla se
considera de mal fario; no sabemos que opinan los empleados de correos al
respecto, probablemente en el uniforme vaya incluido algún amuleto, como un
trébol de cuatro hojas o la manida herradura. O tal vez les recomienden pisar
todos los días una caca de pero, que eso dicen que da buena suerte, y además
abundan. La última que pisé yo sí que me dio muy buena suerte: pegué un
resbalón tremendo y tuve la suerte de no romperme la cabeza, sólo un cardenal
en la nalga derecha, y la mano toda pringada del residuo canino.
Pasar un billete
de lotería o de los ciegos por una espalda notablemente prominente (otro
eufemismo para no decir chepa) también es otro clásico, y si yo fuera el
propietario de dicha espalda cobraría por ello, pero no a comisión de los
premios, que igual no salía muy bien, sino un fijo por billete restregado. Y lo
que me hace mucha gracia es la necesidad que siente mucha gente de tirar
monedas a cualquier fuente, charca o receptáculo que contenga agua; siempre
tengo la curiosidad de saber quién es el que de verdad tiene la suerte al
recoger la pasta.
Yo no soy nada
supersticioso, aunque el elefantito de la suerte me hace sospechar, porque
desde que lo tengo en mi mesa me ha pasado de todo lo malo que se me ocurra, me
han bajado el sueldo, no ligo ni a tiros y pillo todos los semáforos en rojo.
Me parece que debe ser un anti-amuleto, pero me da miedo tirarlo a la basura
por si toma represalias. Para neutralizarlo empezaré a tocar madera, le pondré
perejil a San Pancracio y me arrancaré media docena de pestañas para soplarlas.
Quizá ubicar el "elefantito de la suerte" en un contenedor de basura, en lugar de en tu propio escritorio, pueda contrarrestar el efecto cenizo que está ejerciendo. No digo que lo tires ¿eh? Simplemente se trata de "cambiar la ubicación" (otro eufemismo de los tuyos)
ResponderEliminarEn todo caso, siempre puedes regalárselo a tu jefe, que a la par de quedar bien con él, le transmites el punto gafe.
Saludines...
También recuerdo aquel día que en el mismo local apareció otro grácil magrebí que nos vendía una motosierra. Ninguno de los tres fuimos capaces de articular palabra alguna. Aquel día ni siquiera le preguntamos el precio.
ResponderEliminarPos cierto. Mi elefantito apareció no hace mucho al fondo de un cajón junto a una caja de paracetamol vacía y a otra de condones llena pero caducados.
Estanlei
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarEs verdad, el de la motosierra; es increíble. La motosierra de la suerte.
EliminarLas cajas podían ser al revés, la de paracetamol caducado y la de condones llena... Será el mal influjo del elefantito. La vida es injusta.
Quería decir la de paracetamol caducado llena y la de condones vacía.
EliminarQué espesura mental, parezco eurodiputado...