martes, 2 de octubre de 2012

Humberta

Humberta, a la que todo el mundo llamaba Berta por economía lingüística y por no hacer más daño, llegó en su juventud a la conclusión de que sólo un caballero andante, con apellidos de más de once sílabas y escudo heráldico con lo que fuese sobre campo de gules, podría desposarla.

Su padre, un hombre de extraordinaria firmeza de carácter (un cabezón, vamos) y mucho criterio (al nombre con el que bautizó a su hija me remito), pidió un crédito a Brankia y le construyó una torre de rasillones de esos grises tan elegantes. Y se fue a Santoña, que siempre le había gustado mucho por el paisaje y por las anchoas, dejándola encerrada en la atalaya.

Allí espero ella unos años, viendo “Sálvame”, escribiendo insensateces en facebook  y hablando por teléfono, que los combinados de tarifa plana dan para mucho.

Un día se presentó en la puerta del torreón un comercial de Tecnocaspa, ofreciéndole una tasación gratuita y en condiciones de las instalaciones. Como Berta llevaba sin que le tasaran las instalaciones ya un montón de tiempo, le dejo pasar y le enseñó el salón comedor, el dormitorio principal, los armarios empotrados y hasta el trastero. A la vista de tanto metro cuadrado, el comercial le ofreció poner a la venta la torre y su amor eterno, por este orden, que el negocio es el negocio. Berta le preguntó por sus ascendientes y el comercial no recordaba haber ascendido nunca. Ante tal pobreza de sangre, le despidió con cajas destempladas y varias bolsas de plástico para el contenedor, que al repasar el trastero se deshizo de una máquina de escribir Olvidetti y una colección de “Orinales del Mundo”, que nunca la había llenado mucho.

Años después, llegó hasta su residencia un señor vestido con un traje gris perla y una corbata azul, que se identificó como el Director de su sucursal de Brankia. Venía a informarle de que su santo padre había dejado de abonar las letras del crédito, como consecuencia de unos inoportunos amoríos otoñales con la fallera mayor de Santoña.

Berta le invitó a pasar, y, aprovechando el paso del Pisuerga por Valladolid, le dio un repaso, al paso…Bueno, al paso, al trote y al galope, que desde la visita del de la inmobiliaria la buena de Berta no se había comido un colín.

Impresionado por su fogosidad, le condonó (le perdonó, para mentes calenturientas) las letras pendientes y le ofreció un matrimonio ventajoso y una póliza de caución, y las tarjetas de débito y crédito gratis. Pero Berta encontró que el bancario la tenía como la letra de sus contratos, pequeña, y declinó las ofertas.

Pero se dio cuenta de cuán feliz era sin forrar libros de texto, sin pasar el plumero por encima de los armarios, sin restregar a puñete esos calzoncillos marcados por la ignominia, sin pasarse más horas en el pediatra que ante la tele, sin tener que matricularse en cursos de Tai Chi en el Centro Cultural de su barrio, sin extraescolares, sin pasarse las tardes en el Zahara buscando una camiseta que combine con los vaqueros de la pequeña, sin cocinar más que Arpiñano para que un grupo de bestias feroces engullan las delicatessen sin siquiera un comentario elogioso.

Y Berta pasó el resto de sus días en la Torre, zampando chocolate con leche y tortas de aceite, viendo los programas del corazón, mirando tendencias de moda en Cosmopolitan y jugando al apalabrados con su primo Humberto, que al parecer estaba en una isla desierta más sólo que Toni Cantó denunciando malas praxis de los imputados, perdón, Diputados. Eso sí, de vez en cuando llamaba al del Telepissa, o a un fontanero para el desagüe, o a un agente de seguros que seguro venía volando. Por no perder la costumbre. Y fue feliz y se arrascó la nariz.

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