Esperé. Insomne,
más despierto que nunca. Permití a la noche florecer.
Disipada la luz
avancé en silencio, mi plan: huir, a costa de la vida si es preciso.
Hice un paneo
ligero. Un aroma enrarecía el aire, ansiedad, puede que miedo. Sabiéndome fuera
de la vista del encerrador y sin un carcelero que truncase el camino, recordé
lo tantas veces planeado: correría al túnel y de ahí hasta donde el aliento lo
permitiese. Me lancé en la más endemoniada de las carreras, salté al túnel
y de allí al intrincado camino circular
y corrí con todas las fuerzas bajando la cabeza en un reflejo instintivo, casi
aerodinámico, hasta quedar en la
posición de un proyectil. Poseso de esa furia y ya sin energías, caí extenuado,
con la respiración enloquecida. Abrí los ojos. Fue el terror: tras la fuga
ocurría lo imposible, la cama, la celda y la cárcel me seguían.
Aterrado me
levanté, presa de indecibles temores, corrí, nuevamente. Sucumbí de nuevo, no daba
crédito a mis ojos: sin importar cuánto corriese, cama, celda y encierro me seguían.
Confuso, desesperado,
me di a la fuga una y otra vez, a lo largo de la noche. Caí, rendido, agotado. Agonizante
no abrí los ojos para no ver (cama, celda y encierro seguían allí).
Una luz,
todopoderosa, se encendió iluminándolo todo. Corrí de nuevo. Se oyó potente la
monstruosa voz del encerrador:
“Amor, ven a
ver: la ardilla ya descubrió para qué sirve la ruedita”.
Carlos Gato Martínez
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