ESPECTROS
Como dice mi amigo Guti en mi pueblo somos de mal morir.
Nosotros, por disimular, preferimos decir que somos gente formal, de dejar todo
atado y bien atado, pero en el fondo no le quito la razón.
Es tradición que el que muere y deja algo pendiente se
aparezca a sus allegados para que lo rematen (no a él, se entiende, sino el
asunto).
Lo que empezó como algo extraordinario, yo qué sé, un
abuelo que tenía escondido un talego de monedas de oro, la escritura de una
finca en Cuba o el cadáver de un vecino, se ha banalizado de tal forma que más
que un misterio lleno de romanticismo se ha convertido en un latazo de padre y
muy señor mío.
Los que quedamos nos estamos convirtiendo en esclavos del
más allá por los motivos más triviales: que si busca la dentadura postiza, la
buena, y júrame que la usarás, que si esconde el chocolate que me lo roba la
vecina “¡pero abuela, si tiene 101 años! ¡Que lo roba te digo! ¡A que te doy un
mortajazo!”.
Pero vamos, que yo, a mis 18 años, me pase todas las tardes
de mis vacaciones en el pueblo viendo la novela no tiene perdón de Dios. Que si
al tío Luis le da vergüenza que le pillen viendo la tele allá él, que ya es
difunto de sobra para no tener que dar explicaciones. Pero él erre que erre,
“Luisito hijo, que para eso llevas mi nombre, que soy tu padrino, ¿cómo me vas a
quitar el capricho, ya quisiera yo no haberme muerto, ya, y seguir viéndola a
escondidas desde el cuarto de la prima Elena”. Así que aquí me tenéis, por el
capítulo 1.157 de desamores y desdichas.
Lo que no acabo de entender es dónde se mete mi tío
mientras yo veo la tele, que ya podía traerme un café. Claro que tampoco
entiendo por qué a mis sucesivas novias cuando vienen al pueblo les da por
dormir la siesta en el cuarto de la prima Elena y se levantan con ese arrebol en
las mejillas, ¿verán la tele a escondidas?
En fin, lo anoto en tareas pendientes, ya se ocupará mi
ahijado Luisín en su momento, que está empezando la novela.
Susana
Romero Martín
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