PROMESA CUMPLIDA
Un oscuro callejón con olor a meado y a
vómito de borracho me llevó hasta un destartalado portal. Llamé a gritos, no
había timbre. Al rato, una mujer se asomó por entre los barrotes de una vieja
escalera.
—¡Buenos
días, señora, busco a doña Francisca Sánchez! —le grité.
—No hace falta que chille, leche, que no
estoy sorda. ¿Y para qué coña me busca usted?
Me presenté. Andrés, voluntario en una ONG
que asiste a enfermos terminales, y que antes de morir victima del sida, le prometió
a su hija Ana Mari, que cumpliría su último deseo: procurarle un poco de paz a
su madre los últimos años de su mísera vida.
—Pobrecilla, que disgusto —dijo sin ningún
sentimiento.
—Su
hija me dijo que lo que usted más necesita es vivir tranquila, sola —le dije.
—Y
que lo diga usted, joven, que el Pepe, el padre de la Ana Mari, me viene
borracho todas las noches. ¡Y la que lía! Y mi hijo, el Rafita, vaya alhaja,
madre mía, entrando y saliendo del psiquiátrico con la misma frecuencia que
entra y sale su padre del bar, que los médicos no hacen más que atiborrarle a
pastillas, para nada, porque cada dos por tres le da el siroco y arrasa con
todo —. Y cambiando de tema me dijo—, pero suba usted y
pase para dentro, que me he dejado las lentejas en la lumbre y se me van a
quemar.
El piso olía a meado, a vómito y a lentejas
socarradas. Desde la cocina escuché al tal Rafa vociferando obscenidades y al
padre, con voz estropajosa, insultándole y mandándole callar.
Convencí a doña Paca para dar un paseo.
Caminamos por callejuelas sucias y oscuras. La mujer se encontró con algunas
vecinas y yo, con la excusa de ir a comprar tabaco, volví al piso. La puerta
estaba abierta y habían cesado los gritos. Saqué una navaja. Sobre una cama
revuelta, el Pepe roncaba como un gorrino. Le apuñalé en pleno corazón. El
Rafita ni siquiera me oyó entrar en su habitación. Le clave la navaja en el
pecho. Alcé los cuerpos, los arrastré hasta la ventana y los empujé sobre el
montón de basura que se acumulaba en el descampado detrás del bloque. Jamás he
visto ratas como las que allí se revolcaban.
—Ay,
doña Paquita, no se lo va a creer —le dije más tarde, ya de vuelta a casa—.
Antes, me encontré con los del psiquiátrico, que se han llevado al Rafita, que
van a probar un nuevo tratamiento en una clínica del extranjero y que me han
dicho que mejor que no se comunique con él en un tiempo, unos dos o tres años.
¡Ah! Y de paso se han llevado a Pepe, que también tienen cura para alcohólicos…
— ¡Que cosa tan rara…!, y luego dicen que la
Sanidad va mal en este país.
— Y ahora se echa usted un rato, que, mientras,
yo le pongo en lejía las sábanas, que están ya muy rozadas.
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