EL PELIGROSO USO DEL SOMBRERO
Estornudó
con fuerza y en el pañuelo quedó su nariz.
Debió
correr hacia el espejo del baño para poder acomodarla en su exacto lugar, no
fue sencillo pero logró adherirla con presteza.
Ese
fue el primero de los indicios de que algo no andaba del todo bien.
Al
mes siguiente, con el episodio superado por la contingencia diaria, al
descalzarse, su pie izquierdo quedó atrapado dentro del zapato acordonado
marrón. La reinserción a la pierna fue menos trabajosa que la incrustación de
la nariz. Por las dudas aquella noche durmió con los zapatos puestos.
Comenzó
a meditar cada acción que desarrollaba para impedir desacoples y temiendo por
la pérdida de algún fragmento de su anatomía. Pero era imposible controlar
todo, empezó a tomar conciencia de la cantidad de movimientos diarios que se
realizan automáticamente sin previa reflexión. Para evitar males mayores
consideró fundamental dejar de usar sombrero.
Cada
día el problema tendía a agravarse.
Doble
esfuerzo le costó encontrar los anteojos que se llevaron pegados los dos ojos,
y no fue fácil recuperar los dedos que salidos del guante repiqueteaban en el
piso del autobús.
El
peine se quería quedar con todo su pelo y los dientes se fijaban a las cerdas
del
cepillo.
Al
intentar saludar al médico notó que su brazo derecho había quedado colgado,
junto con su saco, en el perchero de la sala de espera.
Un
extraño virus, opinó el doctor y le recetó goma de mascar y bebidas cola.
El
episodio más desagradable lo llevó a la cárcel al ser acusado de exhibición obscena
al salir de un baño público. Luego de este bochornoso incidente se volvió
radicalmente obsesivo en el control de cada una de sus acciones. Sin embargo, a
pesar de sus precauciones, nunca pudo saber en qué imperceptible movimiento
perdió la cordura.
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