martes, 21 de diciembre de 2021

 

De todas las secuelas de la pandemia, la peor sin duda son las ausencias. Después, la cronificación de síntomas, eso que llaman “covid persistente”. Luego el miedo, que no se va.  Y después está la pérdida del gusto. No por los sabores, que eso, en la mayoría de los casos, dura unos días. La pérdida del gusto por la vida.

Suprimido el ruido de fondo de lo social, resultó terrible enfrentarse a la realidad individual tan solo con tu caja de herramientas mental, soñar con atravesar el espejo como Alicia y que el espejo se obstine en devolverte testarudamente la imagen de la soledad vacía. Hibernar a la espera de que regrese la primavera y encontrar que la primavera se ha ido para siempre, porque, quien sabe, quizá nunca existió más que en la imaginación. Descubrir que mientras eras uno de los esclavos del coro de Nabucco, nada te impedía pensar que cantabas como un ángel. Pero, convertido forzosamente en el barítono, la verdad es que no tienes voz, no tienes oído y no tienes posibilidades de cambiar esa situación. Percatarte de que no sabes nada y no te quedan ni tiempo ni ganas de aprender.

La proyección era que, restablecida una cierta normalidad, la vida volvería a ser lo que era y encontrarías refugio en el bullicio. Pero la algarabía se ha convertido en tinnitus, ya no se traduce por alegría. Se transforma en un zumbido constante, molesto, ensordecedor. Las palabras se han vuelto sonidos sin armonía, fonemas inconexos que se ensamblan como por azar. Y las caras parecen haber olvidado el lenguaje de los gestos, de tanto esconderse tras las mascarillas, y, quizá por eso, las miradas se han desgastado y ya no tienen fuerza.

El invierno está llegando, decían unos personajes de novela. Debe ser verdad. Lo que no explicaron es que el invierno estaba llegando desde la primavera anterior. Y que solo es primavera en la inocencia, y que la inocencia se perdió con el primer beso. Todo lo demás hay que inventárselo, si se es capaz.

Le explico todo esto a Audrey, mi perra, y sus ojos me dicen que me deje de gilipolleces, que la primavera llega cuando le arrasco detrás de las orejas y cuando compartimos las galletas. Es de suponer que la Naturaleza es perversamente sabia y por eso los perros no se toman la molestia de padecer el coronavirus, que bastante tienen con padecernos y compadecernos a nosotros.

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