Tenía los ojos negros de noche negra, y la luz parecía querer quedarse a vivir en ellos. Miraba, pudorosa, como la observaba mientras se despojaba de su atuendo, y diría que disfrutaba con mi embeleso. Los movimientos eran pausados, casi coreográficos, como una danzarina oriental que, a cámara lenta, deshojase los pañuelos de su falda. Un sutil giro, una casi inapreciable torsión, y un pedacito más de su belleza quedaba expuesta a mi avidez.
Así estuvimos unos minutos, ella cada vez más desnuda y yo cada vez más excitado. A cada momento se desvelaba un minúsculo universo de su superficie, de la que parecía emanar el polvo de las hadas. Se recreaba en mi atención y parecía sorprenderse de su propia belleza. Ella tan joven, yo tan viejo, un juego eterno entre quien todo lo tiene por delante y quien todo lo ha dejado ya atrás. Cada rayo de sol la acariciaba con un descaro al que yo no me atrevía y parecía hacerla vibrar con su contacto.
Una última y levísima oscilación y se desprendió para siempre de aquella capa que la envolvía, y pude contemplarla en todo su esplendor. Batió las alas un par de veces y salió volando como un torbellino de colores al albur de la brisa. Ella volando libre y yo viéndola volar. Y supe que, al menos por un instante, llegaba la primavera a mi otoño.
No tengo palabras. Bueno, sí, brillante.
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