lunes, 12 de diciembre de 2011

Tres mentiras en Ginebra


En Ginebra hay demasiados relojes. Tal vez por eso me parecía que el tiempo se me escapaba a toda velocidad, como una pluma arrastrada por un vendaval. Las 36 horas que pasé con Rebeca se me hicieron demasiado cortas; de repente necesitaba más, mucho más tiempo a su lado. Y eso que me mintió tres veces.
Sabía que no se llamaba Rebeca; unos minutos antes había oído sin querer como la mujer que estaba con ella la llamaba por otro nombre. Aquello no me importaba. Cuando se quedó sola en el bar del hotel Mövenpick le pregunté desde la mesa de al lado la primera estupidez que se me ocurrió. No solo no me ignoró, sino que me disparó una sonrisa letal. Desde ese instante supe que estaba condenado, y que, salvo accidente, me iba a enamorar de ella.
Me contó que estaba en Suiza pasando un mes para abrir líneas de negocio en su empresa, una multinacional con sede en Hamburgo. Tenía previsto regresar dos días más tarde.
Conseguí que se riera con uno de esos ratos de ingenio que sólo te salen cuando se alinean los planetas y te has tomado un par de cervezas. Y cuanto más se reía, más desarmado quedaba yo. Era una mujer resuelta, independiente y encantadora en grado superlativo. No tengo claro quién dio el primer paso, pero el definitivo lo dio ella, y entramos en mi habitación de forma atropellada. Me había advertido antes que al día siguiente tenía que madrugar; esa fue la segunda mentira, y la única que reconoció; por si te ponías pesado, me dijo después, cuando su cuerpo estaba confundido con las sábanas y con mi piel.
No permitimos que la mañana siguiente arreglaran la habitación, y nos regalamos una comida en la cama rematada con el inevitable champán. A lo largo del día su sonrisa fue alternando de la picardía a la ternura, y cada vez que volvíamos a enredarnos yo sentía que iba a ser más difícil la separación. Pero igual que pasó el día, transcurrió la segunda noche, con mayor fuego que la primera. Yo, preso de la fiebre y dispuesto a cualquier cosa, le propuse todo tipo de posibilidades para que no se alejase de mí.
Pero Rebeca se marchó, y me mintió por tercera vez, la que me dolió de verdad, cuando nos despedimos, y casi con lágrimas en los ojos respondía, ante mi insistencia, que no, que ella no se había enamorado de mí.

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