En estos tiempos de simulada ortodoxia, artificialmente fabricada para ocultar lo peor del ser humano, de tiranía de lo políticamente correcto, un disfraz para esconder las más aviesas intenciones, de lenguaje no sexista y paridad, otros dos subterfugios para perpetuar las verdaderas desigualdades, he decidido hacerme socio del Club de Fans del Capitán Haddock.
Si Tintín, un joven soltero con perro al que no se le conocen debilidades, aunque sospecho que ser un joven soltero con perro y sin relaciones ya es suficiente descalificación, es el epítome del héroe europeo, permitidme que yo me afilie al partido del Capitán, compendio de defectos.
Le gustan rellenitas, fuma más que un indio cabreado, tiene un vocabulario de camionero de los de antes y por boca un sumidero. No se sustrae a las tentaciones si no hay un interés superior, que las tentaciones las han puesto para caer en ellas, que diablos. Es faltón, peleón, pendenciero, apostador, tragaldabas y, sobre todo, borrachuzo. Es el yerno que nadie desearía.
Pero si lo miras con detenimiento, es un pedazo de ser humano, con un corazón de oro, capaz de darlo todo por sus amigos y siempre dispuesto a echar una mano, aunque sea un poco temblorosa por la resaca. Y como muchas buenas personas, es rehén de sus vicios, aunque nunca hasta el extremo de que le hagan traicionar sus principios. Ahí está el límite. Esa es la diferencia entre el atildado Don Perfecto que postulan como modelo todas estas hipócritas modernidades y los hombres de bien de toda la vida.
Si Tintín parece centroeuropeo, Haddock parece carpetovetónico. Nada de estética, nada de fashion, nada de discurso chill out; todo de improperios, de volutas azules de humo de pipa, de lingotazos de güisqui para el coleto, y de generosidad, de entrega, de bonhomía, de sencillez, de naturalidad.
Capitán, será solidaridad entre barbudos sedientos, pero déjeme que le de un abrazo, "¡Mil millares de mil millones de rayos y truenos!".
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