Estoy con Hobbes...

De los espectáculos tristes a los que he asistido, que por circunstancias que no voy a explicar no han sido pocos, uno de los más tristes es la celebración de una junta de vecinos.

Allí se dan cita los orgullos, las miserias, los enconos más rancios, las más bajas pasiones y los instintos más repulsivos. Envuelto todo ello en papel de regalo y con lazo. Además, año tras año, las venganzas de pobre se suceden, retroalimentando más odio y más inquina. Desde el predicador, ese tipo al que le gusta escucharse a sí mismo, aunque no tenga el más mínimo conocimiento de la materia de que se trata, hasta el dictadorzuelo frustrado, imponiendo criterios sin ningún criterio. Cotilleos de portal, chascarrillos hirientes, memorias podridas por el paso del tiempo que se reeditan en edición coleccionista. Gritos y susurros envenenados.

Nadie empatiza, nadie se traslada a la situación del otro. Nadie molesta y todos son molestados por los otros que, a su vez, no molestan pero son molestados. ¡Pobre del ausente! Es despedazado en segundos y las cenizas de su reputación aventadas hacia los cuatro puntos cardinales. “¿Qué hay de lo mío?” es la oración de esta liturgia, jamás nada sobre lo tuyo. Y el que disfruta de desahogo económico echa órdagos de soberbia y el que ostenta algún derecho peculiar lo levanta como pendón de batalla.

Hay alguno normal, es verdad. Pero pasa tanta vergüenza ajena que se queda quieto y callado, como Bambi entre los matorrales, esperando que la jauría no le descubra y le haga trizas.

En secreto para que no se entere mi mujer, he tomado una decisión: en cuanto me jubile nos vamos a vivir a una hacienda en la Pampa, que el vecino más cercano viene estando a unos cuatrocientos kilómetros. Y tan pancho.