sábado, 26 de enero de 2013
Fuego
Le ardía el alma. Fuego en cada visión, fuego en cada despedida, fuego en cada reencuentro. Un alma desvencijada, de segunda o tercera mano, un alma con tara, casi un alma de desguace. Un alma que le había dado la vuelta al contador de amores, un alma gripada, un alma en el último trayecto que va de la vida a la chatarrería de las almas.
La forma en que su alma empezó a arder le parecía tan misteriosa como su llegada. Podría decirse que brotó un día, entre dos pasillos de una biblioteca pública, como un fantasma literario en el castillo de los libros. Se hizo corpórea para pedirle que le alcanzase el último volumen de la última balda de la última estantería. Y al pasar junto a ella, ese aroma de mujer.
Le ardía el alma con llamas azules y rojas, le ardía el alma con el sonido del crepitar de los leños de encina en una chimenea de piedra, en mitad de una cabaña en mitad de una montaña. Le asustaba aquel incendio que le devolvía a la juventud y que, paradoja es la palabra, le recordaba lo viejo que era.
Descubrió el misterio de la chispa una tarde de lluvia, con lágrimas de trayectorias caprichosas en los cristales de la sala de lectura. Aquella mujer olía a mujer y olía a papel. Olía a perfume y a tinta de linotipia. Aquella mujer fundía en una sola fragancia las fragancias de todo lo que había querido desde que le notificaron que tenía uso de razón. Y hasta el día de su muerte estuvo amándola, con absoluto respeto al silencio, desde el último puesto de lectura de aquella sala municipal.
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¡Qué bien escribes! Me encanta el sentimiento que pones en cada palabra...
ResponderEliminarBesos