-¿Papá, papá, cómo se puede pagar con dos euros coma
cien?
-No lo sé...
Iban a dar las nueve de la mañana. Un padre llevaba a
su hijita a la escuela mientras el aire los azotaba, intentando empujarlos al
suelo. Una lluvia fina cubría sus capuchas; una, grande pegada a un abrigo voluptuoso,
la otra, adecuada para la cabecita de una niña de cinco años.
-Es que si son dos euros coma cien… -papá estaba irritado,
era evidente. Puede que porque no se comió las acelgas ayer por la noche, o por
asuntos que él llamaba “cosas de mayores”.- Pues, si son dos coma cien euros –
la niña hizo una pequeña pausa-, ¿se puede pagar con dos euros y luego dos
monedas de cincuenta céntimos, no? - los ojos se le pusieron como platos,
esperando la aprobación del padre tras su descubrimiento-. Así se hacen cien céntimos
¿no?
- No lo sé –la lluvia se empapaba de indiferencia.
Ahí concluyó la
conversación, padre e hija continuaron mudos, dando protagonismo a los típicos
ruidos urbanos; coches, bicicletas, pájaros madrugadores, pisadas de peatones
que chapoteaban sutilmente contra el suelo encharcado... hasta la lluvia, débil
esa mañana, se hacía escuchar como si fuera una sinfonía entre el silencio que
separaba a la pareja.
Mientras caminaban, la niña lo miraba con cara de
extrañeza. Nunca antes lo había mirado así, pensó, pero no podía apartar sus
ojos de ese desconocido disfrazado del padre que, pocos años atrás, le había
dicho que la quería mientras la besaba.
Deseaba
preguntarle mogollón de cosas, como: ¿Por qué ya no juegas conmigo?, ¿Ya no me
quieres?, ¿A dónde se fue mamá?
Pero en fin, una niña no lo entendería, porque son
cosas de mayores.
Olaia Andueza Ruiz
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