El cardenal cerró la puerta dando un ligero portazo
para mostrar su indignación. Sí, ligero, porque aunque por dentro le hirviera
la sangre, a sus setenta años no se podía permitir demostraciones de fuerza
desorbitadas o tendrían que colocarle de nuevo el hombro.
Eso lo sabía muy bien Joseph, todavía sentado en la
butaca, que no pudo contener la risa tras oírlo marchar. La conversación había
sido dura, pero a esas alturas ya nada ni nadie podía cambiarle.
Todavía resonaban los pasos alejándose por el gran
pasillo cuando el cansado anciano se levantó y abrió uno de sus armarios.
Con sumo cuidado sacó los zapatos y el sombrero
rojos y se los puso. Después se miró en el espejo y se sorprendió al sentir una
sensación de completa tranquilidad. Después abrió su ordenador portátil y entró
en su perfil falso de Facebook. Tenía un mensaje de ella que decía “nadie había
hecho esto nunca por mí”.
La verdad es que nunca nadie sabría la verdadera
razón de porque lo hacía, solo ellos dos.
Joseph apagó todo, cerró la maleta y los ojos.
Entonces levantó las manos y comenzó a bailar.
- Un, dos, tres…un, dos, tres… - murmuraba en
inglés, luego en español, luego en italiano y en los otros siete idiomas que
dominaba a la perfección.
La puerta volvió a sonar, esta vez era otro
cardenal.
- Eminencia…multitud de feligreses está ocupando la
plaza, gritan su nombre y ansían una explicación…
Joseph sonrió, con verdadera felicidad desde hacía
muchísimos años.
- Nadie puede explicar el amor – respondió.
Laura
Navas Martín
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