Puede que sí, que tus falsas amenazas
sean un ataque de nerviosismo infantil, ése que te apodera de vez en cuando.
Pero la boca rabiosa y las ganas de llorar se sienten.
Si te he acompañado hasta aquí no es sólo porque te quiero sino porque a
veces dan ganas de tirarte o de tirarse contigo a volar sobre estos cielos de
Valparaíso, sin pulóveres, sin bufandas.
Es cierto, de tu mano no he huído jamás,
ni de tu boca, ni de tus falsas promesas de no subir más a las azoteas, ni de
lo malgastado de tu mente.
Y qué importa si tu vida no es más que eso:
un sueño que se te hace realidad, donde quiero ser parte de él, de tus
recuerdos, de tu propia historia, una Rayuela en que no salgo en ninguna frase
y que ése maldito de Cortázar nunca pudo suponer que lo que no hizo se
convertiría en lo más de joder que hay para mí.
La historia se escribe y esa manía de
escribir en las paredes cuando no hay hoja en blanco y tener que recorrer toda
la ciudad tratando de encontrar los versos dispersos en las puertas, murallas,
bares, escaleras, pasillos y tener que traspasarlos al cuaderno que compré sólo
para esto, es agobiante, por no decir angustioso al tratar de ordenar (mi
cualidad máxima), aquello que para cualquier peatón es sólo un par de palabras
vacías. Y ni hablar de los recorridos que sé caminas para dejarlos y
confundirme más. Así no se llega a
ningún lado, porque las frases huyen de una manera terrible y aparecen cuando
menos lo esperas.
Así llegaste a mí, nuevamente, como un
relámpago en el vidrio. Hace tiempo que no te veo y qué. Me cuesta trabajo
decir: -que te vaya bien, hasta luego, nos vemos en la otra vida.
Recuerda que la vida no avanza con los
brazos flojos y la camisa que no suda ni una porquería no es por culpa de
nadie, es tuya, le perdiste el miedo a la muerte y estando en esta azotea, yo le
tengo miedo hasta a las corrientes de aire.
- Bájate
de ahí- te grito sudorosa y nublada.
Bajas tranquilo, yo me desmayo tras de
ti.
Priscilla
Beas Fernández
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