Había
estado trabajando de cocinero en un pueblo de la Costa Brava. El
establecimiento hotelero albergaba a turistas alemanes procedentes de
“turopereitors”; algunos de ellos, los turistas, cogían la tajada el primer día
y no la soltaban ni para subir al autobús el día del regreso. Le pusieron un
ayudante de cocina que resulto ser un mangui descubierto por casualidad. Una
noche, camino de San Pol de Mar, los motoristas les dieron el alto y pidieron
documentación. Volvieron a Canet y aclarada la situación, los guardias fueron
hacía Calella con el “motorista” y éste, enseguida, les dio esquinazo en la
población. En general, fue un verano muy divertido ya que existía una escuela
de telares donde había muchos estudiantes de procedencia hispanoamericana y
estos, por naturaleza, eran muy juerguistas y bullangueros. Y como no, surgió
la atracción hacia una chica de Barcelona camarera del hotel. Pasado el verano,
una tarde fue a verla a su casa en Pubilla Casas, en Les Esplugues de Llobregat.
Esperó en un bar en el cual había un joven de más o menos su edad apoyado en la
barra, sentado en un taburete. Todo ello, carecería de interés excepto por un
dato: el chaval llevaba metido entre el cinturón y la tripa, de punta no
hombre, un cuchillo cocinero de no menos de un palmo de largo. Muchas veces ha
recapacitado Miguel sobre el asunto. Entablaron conversación y enseguida se dio
cuenta de que no era el típico matón de barrio o macarra asilvestrado dispuesto
a rajar al primero que se le cruzara delante de la testuz. Pero tampoco era
cosa de tomárselo a la ligera pues su madre le había enseñado que “el macho
manso mata al amo”. Dialogando, le hizo ver al armado el peligro que para sí
mismo podía acarrear el pelapatatas: “Si te encuentras con un camorrista o un
chulo de esos pendencieros que no tienen nada que perder, puedes salir muy mal
parado, tú no eres así, hazme caso y deshazte de el”. Como en un milagro, el
chaval partió sobre su pierna la hoja del cuchillo separándola del mango y
haciéndolo inservible. Con un tremendo alivio por haber solventado aquella
situación tan complicada que pudo volverse en contra suya de haber sido el noi
un tipo agresivo, lo felicitó y le dijo: “Amigo, acabas de hacerte un favor; la
próxima, la pago yo”.
No
salió tan bien a Miguel el asunto que le había llevado hasta allí. Habló con
Antonia, que así se llamaba la chica, pero rechazó seguir siendo su amiga. Para
aquella pelirroja que le tenía sorbido el seso, él solo había sido un entretenimiento
pasajero; se vengó del cocinero que el año anterior la había tomado como
conejillo de indias, se volvieron las tornas. Cuando quería tomarle el pelo,
extraña forma de hacerlo vive dios, le decía que se quería ir de puta a los
bares de alterne de Sarriá. Manda guebos. Pero eso sí, sus besos sabían a gloria.
Para ahogar su fracaso, decidió darse una vuelta por las calles sant Pau y
Escudellers en busca de amor. “Esta, también habré de
pagarla yo”.
Juanito
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