Por debajo y detrás de
todo está la tristeza arañando sus propios contornos, en su demoledora,
deslumbrante certidumbre. Casas, puertas, ventanas, mundo, rodean los
almanaques y los días, todo eso envolvió cada detalle y la redondez de la vida
aquella mañana especialmente, una mañana parecida a otras, una mañana bastante
fresca. Entonces la mujer hizo un esfuerzo y logró asomarse a la ventana,
inclinó su torso con dificultad y en el borde vio un bicho zancudo que caminaba
torpemente. Observó un poco mejor y supo que en realidad al pobre insecto le
faltaba una de sus patas. “No vas a ir muy lejos”, pensó. El aire flotó
alrededor casi desmayándose. ¿Qué hacer? Ella tuvo la tentación de aplastarlo
con un simple palmoteo de su revista, hubiera sido tan sencillo estirar el
brazo y tomar el semanario que había comprado el día anterior. Pero no. Se
dedicó a observarlo un rato más que se fue estirando con el sonido de las voces
de unos niños que corrían en el patio de la escuela vecina, como si el tiempo
mismo también quisiera enterarse del asunto en cuestión. Algunas imágenes
volvieron y se desplazaron, melancólicas, por su mente: muchachas corriendo a
lo largo de una playa donde el mar se deshacía, interminable, rítmico, y acaso también
un cuadro al óleo con bailarinas envueltas en tules evanescentes, un dos, un
dos, la punta y el talón, otras imágenes más veloces, caballos, muchos
caballos, juntos trotando sobre un camino de pedregullos. Mariposas, mariposas
de colores. Ahora la mujer movió su cabeza para detenerse en la hilera de
edificios, una brusquedad del paisaje con la que nunca se había podido poner de
acuerdo. Y volvió a contemplar el bicho zancudo. Lo miró con piedad, aspiró
desde muy adentro el aire enrarecido de ese barrio fabril, cerró suavemente la
ventana y, con mucha lentitud, tomó sus muletas, fue hasta la cocina a
prepararse una sopa, una sopa humeante, imaginó, una sopa que se le resbalaría
entre los dientes.
Irma Verolín
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