lunes, 28 de octubre de 2013

Ventana

Por debajo y detrás de todo está la tristeza arañando sus propios contornos, en su demoledora, deslumbrante certidumbre. Casas, puertas, ventanas, mundo, rodean los almanaques y los días, todo eso envolvió cada detalle y la redondez de la vida aquella mañana especialmente, una mañana parecida a otras, una mañana bastante fresca. Entonces la mujer hizo un esfuerzo y logró asomarse a la ventana, inclinó su torso con dificultad y en el borde vio un bicho zancudo que caminaba torpemente. Observó un poco mejor y supo que en realidad al pobre insecto le faltaba una de sus patas. “No vas a ir muy lejos”, pensó. El aire flotó alrededor casi desmayándose. ¿Qué hacer? Ella tuvo la tentación de aplastarlo con un simple palmoteo de su revista, hubiera sido tan sencillo estirar el brazo y tomar el semanario que había comprado el día anterior. Pero no. Se dedicó a observarlo un rato más que se fue estirando con el sonido de las voces de unos niños que corrían en el patio de la escuela vecina, como si el tiempo mismo también quisiera enterarse del asunto en cuestión. Algunas imágenes volvieron y se desplazaron, melancólicas, por su mente: muchachas corriendo a lo largo de una playa donde el mar se deshacía, interminable, rítmico, y acaso también un cuadro al óleo con bailarinas envueltas en tules evanescentes, un dos, un dos, la punta y el talón, otras imágenes más veloces, caballos, muchos caballos, juntos trotando sobre un camino de pedregullos. Mariposas, mariposas de colores. Ahora la mujer movió su cabeza para detenerse en la hilera de edificios, una brusquedad del paisaje con la que nunca se había podido poner de acuerdo. Y volvió a contemplar el bicho zancudo. Lo miró con piedad, aspiró desde muy adentro el aire enrarecido de ese barrio fabril, cerró suavemente la ventana y, con mucha lentitud, tomó sus muletas, fue hasta la cocina a prepararse una sopa, una sopa humeante, imaginó, una sopa que se le resbalaría entre los dientes.


Irma Verolín

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