¡Déjeme pensar, algo debo tener para decir!
Bien sabe mi público todo, que no soy un hombre que suele quedarse sin
palabras, aunque en este preciso instante pareciera que sí, que estoy dando un
rodeo de escapatoria para hablar sin estar hablando de nada. Mis enemigos (que son muchos) se apresurarán a
decir que yo nunca digo nada, que siempre doy vueltas, que no sé lo que
escribo, que voy pensando sobre la marcha. Yo que, desde luego, soy mi enemigo
número uno, adhiero a esa postura. Pero hay un momento, de lunes a viernes entre
las 14 y las 15 horas, donde usted encontrará que ese ser malparido desaparece,
se queda haciendo la digestión y aflora otro, quizás peor, que demuestra que en
realidad soy un señor muy cool que
todo lo que dice es interesante y que si escribo es porque hay mucha gente
ávida de leerme. El problema radica en que acaba de pasar la hora señalada, y
el otro, el de siempre, vuelve de la sobremesa y lo hace con fuerzas cafeinísticas
renovadas, con argumentos abrumadores que aplacan al tipo confiado de anteojos
negros, lo tiran contra el piso y lo hunden en los confines mismos de la nada.
En ese preciso instante es que se demuestra lo que siempre digo: que leyéndome
usted no hizo más que perder el tiempo.
Murdock
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