Mientras camina hasta el dormitorio, siente
que el pasillo se ha ido alargando y que la bandeja pesa cada día más.
Pero no, está como siempre: al lado
izquierdo el platillo con la servilleta doblada en cuatro, el pan, la cuchara,
el tenedor y el cuchillo. El vaso de agua en la esquina opuesta frente a su
mano derecha por si intenta tomarlo y así evitar que lo derrame. Cuando eso
ocurre le tiene que cambiar el pijama, pero antes lo entibia con la plancha
porque el frío en la espalda lo hace estornudar de inmediato, y entonces en vez
de agua tiene que hacer limonada. No muy caliente eso sí, porque una vez se
quemó los dedos y la derramó, por eso aparte del pijama a veces además tiene
que cambiar las sábanas.
Antes le pasaba el vaso en la mano, pero
un día le gritó que él era capaz de hacerlo solo. Nunca pudo olvidar ese grito
y su mirada. Por eso tiene el cuidado de dejárselo justo al alcance de su mano.
Primero fue para qué él lo tomara con mayor facilidad y no se sintiera
mortificado frente a ella, pero ahora tiene que reconocer que lo hace para no
tener que trabajar de más.
Continúa por ese pasillo que ha
recorrido tantas veces, pero ya no quiere que se acabe el camino. No quiere
traspasar la puerta de ese dormitorio que
una vez también fue suyo y donde ahora está postrado, para no tener que mirarle
sus ojos agradecidos cuando la vea entrar con la bandeja y dejarla al costado
de la cama frente a donde ella se sienta una y otra vez a darle la sopa y a
cortarle la carne, mientras le cuenta que la buganvilia y los helechos necesitan
riego. No quiere volver a entrar a ese cuarto para evitarle que le vea la culpa
por haberse puesto a pensar que un día, cualquier día, simplemente dejará de
llevarle la bandeja y que la buganvilia y los helechos se secarán
definitivamente.
Cecilia
Guiraldes Camerati
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