Se presentó frente a mí
como un murciélago de alas cerradas. Me recorrió con la mirada como quien
recorre los nervios sangrantes de un ojo con dedos curiosos, temblorosos,
hambrientos. Se descubrió exponiendo un cuerpo pálido y desnudo, y se arqueó entera
hacia atrás dejando caer el tapado por sus ondulantes brazos. Sus cabellos
mojados, enrulados, pendían de su cabeza y se movían como ágiles patas
retorciéndose frente a un poderoso veneno. Sus extremidades flexionadas, su
torso doblado hacia atrás, casi formaban un glorioso puente, y yo me acerqué y
sentí su piel. La agarré fuerte por las caderas, sintiendo sus huesos
salientes, y la penetré de manera violenta. Su boca entreabierta comenzó a
gemir, pero su cuerpo permaneció inmóvil, pendiendo de entre mis firmes brazos.
Continué con mi labor mientras hundía lentamente mis uñas en su cuerpo; sólo
sus agujeros comenzaban a humedecerse. Podía ver desde arriba su lengua salivar
cada vez más, reposando en su lecho, la punta contra el paladar, ensanchándose
y afinándose de un momento al siguiente.
De pronto comenzó a
erguirse. Su cara permanecía inexpresiva, su boca entreabierta. Seguía
entregada a mí como una araña hembra se entrega a su macho. Alzó sus brazos y
acarició mi cara sudorosa. Continuó irguiéndose lentamente, y luego
encorvándose sobre mí, envolviéndome de a poco, sin despegar su mirada de mis
ojos. Me besó egoísta y apasionadamente, y en cuestión de segundos succionó
toda mi fortaleza, mi sangre y mis tripas; hasta me quitó mi humedad, mi calor,
mis lágrimas. Me vi deshecho, vacío, sólo un pedazo de piel prostituta. Vi que
en cuanto me despegara de su boca me desplomaría en el suelo sin oportunidad de
volver a levantarme.
Todo lo hizo mirándome
fijamente a los ojos, amándome.
Oracio Smith
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