viernes, 4 de julio de 2014

La morcilla

Las luces de las candilejas comenzaban a apagarse dejando a oscuras la escena. En el proscenio, la sombra de Ataulfo Carter guardaba al Sr. Ellington en el baúl, como hacía siempre al acabar la función. Luego se ponía su capa y se perdía entre bastidores sujetando fuertemente el maletón, al que parecía dirigir alguna frase. Aquel era su único atrezo. Mientras atravesaba las bambalinas, le llegaban a sus oídos los aplausos y vítores, que todavía reverberaban en la sala. Lejos de mostrarse feliz, fruncía el ceño y por momentos se le desencajaba el rostro, como si un mal pensamiento le golpeara el espíritu y le trepanara el cráneo hasta rozar lo más sensible de su alma.
A principios del XX, Carter era considerado el mejor ventrílocuo que había existido. Su muñeco, el Sr. Ellington, se descargaba siempre con frases mordaces hacia todo el mundo, personaje entre polichinela y la caricatura corrosiva e ingeniosa. Su atuendo, un traje de franela envuelto en una gabardina, sombrero borsalino, gafas oscuras y bufanda, le daban cierto aire de misterio sobre la platea, siempre a media luz, exigencia del espectáculo. Carter, había llegado a perfeccionar tanto su técnica, que el Sr. Ellington parecía en ocasiones más un humano que un muñeco. De hecho, en todas las funciones, sorprendía al respetable con unos cambios de registro en la voz, que parecían salir de la garganta del enano perturbador y no de la suya. Esos parloteos, eran los momentos del espectáculo que provocaban más risas y palmas, venablos envenenados de humor negro y sátira. Luego, de repente, se tornaba melancólico y audaz, un seductor al que le colgaban las piernas del taburete, que parecía en ocasiones constiparse igual que su ventrílocuo, a deducir por los diferentes sonidos de las toses. Nada, que no fuera arte.
Carter era la antítesis del Sr. Ellington: simplón, vehemente, malhumorado y sin gracia. Su ser, había pasado a convertirse, en su desmedro, en un personaje que jamás quiso crear para sí mismo, e iba claudicando ante el empuje contumaz del muñeco que se hacía irresistible al gran público.
Los que oyeron la discusión que traspasó las paredes de la habitación del Ritz, dijeron que escucharon insultos y una fuerte discusión. Luego, los gritos aterradores, descubrieron el engaño de todos esos años de triunfos y fama. Cuando llegó la policía, ya era tarde. En un sillón, sosteniendo el cuchillo ensangrentado, Carter miraba como ido el cadáver del Sr. Ellington, tirado junto al maletón donde le guardaba siempre.
-Le dije que no añadiera más morcillas. Que el guión era sólo mío. Se lo dije y se lo decía siempre…pero el quiso ser más de lo que era para el público, un simple muñeco.


Rames Jandali Feu

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