Las luces de las candilejas comenzaban a
apagarse dejando a oscuras la escena. En el proscenio, la sombra de Ataulfo
Carter guardaba al Sr. Ellington en el baúl, como hacía siempre al acabar la
función. Luego se ponía su capa y se perdía entre bastidores sujetando
fuertemente el maletón, al que parecía dirigir alguna frase. Aquel era su único
atrezo. Mientras atravesaba las bambalinas, le llegaban a sus oídos los
aplausos y vítores, que todavía reverberaban en la sala. Lejos de mostrarse feliz,
fruncía el ceño y por momentos se le desencajaba el rostro, como si un mal
pensamiento le golpeara el espíritu y le trepanara el cráneo hasta rozar lo más
sensible de su alma.
A principios del XX, Carter era
considerado el mejor ventrílocuo que había existido. Su muñeco, el Sr.
Ellington, se descargaba siempre con frases mordaces hacia todo el mundo,
personaje entre polichinela y la caricatura corrosiva e ingeniosa. Su atuendo,
un traje de franela envuelto en una gabardina, sombrero borsalino, gafas oscuras
y bufanda, le daban cierto aire de misterio sobre la platea, siempre a media
luz, exigencia del espectáculo. Carter, había llegado a perfeccionar tanto su
técnica, que el Sr. Ellington parecía en ocasiones más un humano que un muñeco.
De hecho, en todas las funciones, sorprendía al respetable con unos cambios de
registro en la voz, que parecían salir de la garganta del enano perturbador y
no de la suya. Esos parloteos, eran los momentos del espectáculo que provocaban
más risas y palmas, venablos envenenados de humor negro y sátira. Luego, de
repente, se tornaba melancólico y audaz, un seductor al que le colgaban las
piernas del taburete, que parecía en ocasiones constiparse igual que su
ventrílocuo, a deducir por los diferentes sonidos de las toses. Nada, que no
fuera arte.
Carter era la antítesis del Sr. Ellington:
simplón, vehemente, malhumorado y sin gracia. Su ser, había pasado a
convertirse, en su desmedro, en un personaje que jamás quiso crear para sí
mismo, e iba claudicando ante el empuje contumaz del muñeco que se hacía
irresistible al gran público.
Los que oyeron la discusión que traspasó
las paredes de la habitación del Ritz, dijeron que escucharon insultos y una
fuerte discusión. Luego, los gritos aterradores, descubrieron el engaño de
todos esos años de triunfos y fama. Cuando llegó la policía, ya era tarde. En
un sillón, sosteniendo el cuchillo ensangrentado, Carter miraba como ido el
cadáver del Sr. Ellington, tirado junto al maletón donde le guardaba siempre.
-Le dije que no añadiera más morcillas.
Que el guión era sólo mío. Se lo dije y se lo decía siempre…pero el quiso ser
más de lo que era para el público, un simple muñeco.
Rames Jandali Feu
No hay comentarios:
Publicar un comentario