Dicen que cuando estás a punto de morir,
toda tu vida pasa ante tus ojos. A mí me interesaría más saber quién fue el que
volvió de los infiernos a contarnos su anécdota, aunque sí es cierto que a mí
me ha pasado. Y no, no estoy muerto, sólo triste.
Desde pequeño siempre me he imaginado a mí
mismo a lomos de un caballo, cabalgando al ritmo de la banda sonora de El rey Arturo por las praderas de
Escocia, un paisaje que siempre he deseado observar en persona y que será otra
cosa que jamás realizaré. El hombre insignificante ante la inmensidad, ante un
mar de nubes. No es que la soledad me agradara, de hecho hasta puedo odiarme a
mí mismo si paso mucho tiempo sin nadie cerca, tan sólo estaba acostumbrado. Mi
timidez tampoco ayudaba demasiado. Por otro lado, cuando me recuerdan mi
infancia, se remiten siempre a un niño con el pelo desaliñado, jubiloso y
siempre sonriendo. Por aquella época, ni tan siquiera yo era consciente de mí
mismo. Me evadía, y aún sigo haciéndolo, para vivir en mi mundo, donde me sentía
plenamente feliz. Hoy ese mundo está copado de todas esas historias de tierras
imposibles, antihéroes más valientes de lo que yo nunca fui, sabios a los que
nunca pude escuchar, diablos escondidos bajo montañas, espectros ladrones de
vidas, sendas oscuras o barcos voladores. Historias que han encontrado su lugar
en ese mundo que yo creé y que nunca me sentiré completamente seguro de
reflejar en un papel. Mi caballo ya cabalga sólo. Crecí y ya no me quedó tiempo
para soñar. Las responsabilidades nublaron mi mente, el mundo que con tanto
cariño construí se ha ido desvaneciendo, cubiertas por nubes negras a las que
siempre había querido visitar.
Un papel en blanco, un futuro, gritos y
más llantos, imágenes de una cinta de video de sonrisas desdibujadas, pelos de
punta clavándose en la piel, una camiseta souvenir de Londres, una habitación
vacía, dos lágrimas al revés, un susurro, mentiras y ni siquiera un hasta
luego.
Se marchó. Mi padre se había ido. Pude ver
cómo se iba con la camiseta que yo le había comprado de mi viaje a Inglaterra.
Aún yo no lo sabía, pero aquel instante, que me sonó a uno de mis cuentos. Pero
no, él nunca volvió. Mi guía, el director que grababa mis juegos, mi jefe, mi
amigo… arrastrado por el viento de nuevos relatos. Frustración, pena, tristeza,
odio, traición… toda mi corta vida ante mis ojos. Y entre toda esa amalgama de
sentimientos, ilusión, autosuperación y amor. Y si bien es cierto que aún no
sabría decirte lo verdaderamente importante que es, esa chica de rizos
imposibles, ojos avellana, pasión infinita y, aún mayor comprensión me salvó la
vida.
Román González Camas
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