A Hemingway
Se sienta, frente a él, sin decir una palabra. El hombre lo mira,
apático: la curiosidad no le da para más. El recién llegado se sirve de la botella. Abisma el
último trago en su garganta. Arruga el rostro y golpea el vaso vacío contra la
madera.
—Hola Andreson. Vengo a matarte.
Ole Andreson no se inmuta. Mira con ojos tristes a su acompañante.
Decide que nunca antes lo había visto. Se encoge de hombros. Luego, con gestos cansados,
tantea los bolsillos del chaleco, como si buscara algo. El otro se pone en
alerta. Andreson se percata y sonríe para sus adentros.
—No se preocupe, es solo un comprimido— dice. En su mano aparece un
frasco; en su interior se dejan ver unas cápsulas.
—¿Estás enfermo?— pregunta el otro, que parece haber recuperado la
frialdad de sus gestos.
—No, es solo este dolor de cabeza…—responde con sequedad, casi al
descuido, mientras alcanza la botella vacía.
— Creo que la acabé— sonríe malicioso el asesino— mejor pedimos otra. —El
hombre se voltea; y dice a un camarero que traiga otra botella.
—Está bien, pero esta la pago yo— dice Ole Andreson.
El otro lo mira extrañado. Luego muestra todos los dientes y da un golpe
sobre la mesa. El
camarero llega con la
botella. El asesino se la arrebata de las manos y sirve dos
tragos generosos. Le alcanza uno. Andreson se lleva una cápsula a la boca.
—¡Por la vida!—dice el asesino y se empina del vaso.
—Por la vida— susurra Andreson y muerde la cápsula. El trago
impulsa el cianuro hacia sus entrañas.
Noel Pérez García
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