El
crupier repartió las cartas, y el jugador del traje oscuro, la camisa abierta y
arrugada, el pelo despeinado y la barba sin afeitar sintió cómo un furor
cocainómano le ardía las entrañas. No recordaba otra cosa que haber jugado toda
su vida (toda su vida abriéndose paso entre rivales a puñetazos y mordiscos sin
tregua), preparándose para ese momento; y sabía muy bien lo que se jugaba.
Ahora que había llegado al campo de sangre de la última mesa, y
definitivamente, al mano a mano final, estaba a un último paso de ser coronado
campeón... o de hundirse avergonzado entre la nada. Era el sentido de toda su
vida, lo que se jugaba.
Las
fichas comenzaron a volar de mano en mano, totalmente desinteresadas a pesar de
que, alzando torres que constituían castillos donde refugiarse del agotamiento,
eran su única arma; la única para acabar lo que algún día había comenzado. Cuando
el juego empezó a ser más agresivo, su volar se hizo pesado, y los castillos se
hincharon y deshincharon durante horas como pulmones en asfixia. El jugador
empezó a sentir más fuerte que nunca su hambruna histórica, su sed desértica,
su sueño
de insomnio que se había convertido en compañero inseparable. ¡Pero faltaba tan poco! ¡Ya casi
ganaba!, ¡ya casi! Y de nuevo cada vez, un golpe de mala suerte acababa
arrojándolo a la gravilla del tajo del abismo. A él o a su rival. Y en esto los
marcadores, enemistados a muerte, se devoraban siempre para ser devorados, y se
separaban e igualaban siempre.
Con
el tiempo, el peso de la arcilla de las fichas al arrojarlas acabó por
entumecer los músculos del jugador; los bordes de plástico de las cartas, al gastarse, cortaron pequeñas heridas en
sus manos. El hambre se comió su carne, la sed chupó su piel. Finalmente, bajo el peso del
sueño atroz, el
jugador llegó a olvidarse de qué era lo que tenía en juego, de por qué estaba
jugando; sus movimientos dejaron entonces de ser fruto del cálculo para pasar
inevitablemente a puro fruto de la intuición, y de ahí primero al azar y por
último al movimiento mecánico. Hasta que los cuerpos humanos de los dos últimos
jugadores (el jugador del traje oscuro, la camisa abierta y arrugada, el pelo
despeinado y la barba sin afeitar y el jugador del traje oscuro, la camisa
abierta y arrugada, el pelo despeinado y la barba sin afeitar), chupados hasta
los huesos, no pudieron seguir aguantando, y desfallecieron y murieron, y sus
cabezas cayeron sobre el tapete, y sus castillos de fichas.
El
crupier recogió entonces las cartas y ordenó las fichas.
Raül Martínez
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