Siempre que recorro el viaducto me viene a la memoria la historia que cuenta mi madre del panadero al que un suicida dio matarile al arrojarse al vacío, con la buena suerte para el insensato de caer sobre la cesta de la hogazas y la mala suerte para el tahonero de ser el soporte de la banasta. La vida es tener suerte, unas veces buena y otras mala, me parece.
Vengo de cenar con mis amigos. Mis amigos de siempre, los que llevan siendo mis amigos casi desde que tengo memoria. Gente de bien, con la excepción del que suscribe. Amigos de tasca, amigos de fútbol, amigos de novias, amigos de hospital y cruzando las líneas del tiempo, hasta de tanatorio. Que uno sabe como empiezan las amistades, pero las amistades se emperejilan en sobrevivir a la risa y en hacer madre con el dolor.
Cruzo la Plaza de Oriente. Territorio conocido. Muchas tardes de plantón y un buen puñado de atardeceres con la mirada perdida en la Casa de Campo. Una pareja de novios se besa frente al Palacio, que custodia una pareja de Guardias Civiles con cara de sueño y pocas ganas de beso. El Teatro Real en silencio, con el fantasma de Rossini encaramado a la cubierta del Teatro. La estatua de Fruela, rey, y estirpe de mi padre, mira con desdén el ridículo árbol anglosajón de alambres y borra que hace de la Navidad otro esperpento. La campana de la Almudena me da la una, y me recuerda que el tiempo pasa, tempus fugit, y es prudencia recogerse.
Y me bailan en la cabeza unas palabras sobre como ni la vejez ni el deterioro te pueden arrancar los momentos vividos con tus compañeros, los hetairoi de Alejandro, aquellos con los que has conquistado los instantes hasta que no quedan minutos que conquistar. Y no lloro por ello como el macedonio
. Me sonrío. Sé que la única manera de vencer al tiempo es vivir. Y vivo con ellos.
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