Soñó con sus manos de sarmiento. Aquel delirio
onírico era tan real que visualizó sin vacilaciones todos sus nudos,
estribaciones… Estaba convencida de que, si pudiera tocar, sentiría el pulso
latente, ralentizado, fluyendo paulatinamente más despacio. El devenir del
tiempo era un proceso que no admitía interrupción. Inexorabilidad por
antonomasia. Incluso recordó aquello que tantas veces había escuchado, ese
comentario insidioso que nunca antes le concerniera y por el que jamás se había
sentido aludida: “aquí lo que necesitamos es savia nueva”. Era un comentario
lacerante, formulado desde el más absoluto desconocimiento, como si a la vida
se le pudiera poner una fecha de prescripción de antemano y, transcurrido ese
plazo predeterminado, ya sólo quedase el recurso de aguardar la llegada del
desenlace. ¿Por qué siempre se hablaba con perífrasis y eufemismos para
referirse a ciertos temas? Pero todos pecaban de lo mismo, ella la primera. Era
más sencillo recurrir a la prosopopeya que llamarle al pan, pan y al vino,
vino. “Hay viejos jóvenes y jóvenes
viejos” –pensó-. Por más que lo intentase, no alcanzaba a discernir por qué era
tan importante la cronología, por qué todos le conferían tanta importancia,
¿acaso nadie tenía en cuenta la procedencia de la estirpe? Sus predecesores
fueron longevos, nada hacía presagiar que el suyo fuese un caso diferente. Pero
no tenía sentido bregar contra la corriente. Lo que era,
era y, todo esfuerzo por tratar de cambiarlo, sería vano.
Despertó y vio sus manos de sarmiento. Las imaginó
centenarias, cincuenta años más tarde, y sintió alivio:
“De buena vid, mejor vino”
Mónica
Rodríguez
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