“Welcome to
Panama!”, me grita sonriente la muchacha de la recepción. La miro e intento
encontrar en mi cerebro totalmente abotargado tras más de veinte horas de viaje
las palabras adecuadas a tan entusiástico saludo, lamentablemente “¿ein?” es todo lo que se me ocurre. “Bienvenida a Panamá”. Me dice esta vez menos sonriente. No le ha
debido hacer mucha gracia tener que recurrir al idioma de Cervantes, qué falta
de glamour el mío, pero estoy demasiado cansada como para hacer esfuerzos
comunicativos en otro idioma. “¿Primera
vez en Panamá?”, me pregunta recuperando su sonrisa deslumbrante. “Sí, sí, primera vez, desde luego.” “¿Placer o Negocios?”, ni una ni otra, le
contesto, “¿ein?”, me dice ella.
Estamos empatadas, y con la satisfacción de haber marcado un tanto sacudo la
cabeza misteriosa, no importa, no importa. La muchacha a duras penas logra
recomponerse de este segundo golpe, estoy acabando con sus recursos. “A petición de su oficina señora le hemos
reservado la última habitación con vistas; desde su ventana se puede ver el
canal, puede usted asomarse y ver pasar los barcos, escuchar sus sirenas, e
incluso podrá ver el paso del expreso de Panamá que, dos veces al día, one in
the morning y otra en la tarde, recorre nuestro beautiful país del Caribe hasta
el Pacífico”. En mi cabeza se enciende la alarma de peligro ¿barcos?,
¿sirenas?, ¿trenes de madrugada? “No,
gracias señorita, preferiría que me dieran una habitación que diera al otro
lado, a las montañas.” Cara de estupor absoluto. “¿No quiere habitación con vistas al canal?” “No, señorita, no quiero, muchas gracias.” He debido cometer sin
saberlo el mayor insulto posible en este pequeño país, despreciar el orgullo
nacional, el famoso, famosísimo pero ruidosísimo Canal de Panamá. Casi me dan
ganas de arrepentirme y aceptar con entusiasmo la habitación con vistas, pero
la perspectiva de una semana despertándome al ritmo de las sirenas y de los
gritos de los marineros me obliga a permanecer firme en mi decisión aún a
riesgo de que esta muchacha me coloque vengativamente en el cuarto de las
lavadoras. Intento una estratagema alternativa; “es que sufro de mareos crónicos, ¿sabe usted? Y sólo de ver los barcos
me mareo cosa mala.” La chica me mira sin mucho convencimiento pero no
puede hacer nada ante semejante argumento de peso así que me da una habitación
sin vistas pero desde la que, asomándome a la ventana, puedo ver kilómetros y
kilómetros de árboles y plantas de un verde que parece de cuento, y que me hace
imaginar aventuras de exploradores y paraísos perdidos. A pesar del calor me
duermo con la ventana abierta, si la muchacha de la recepción supiera que,
además, he desenchufado el modernísimo y potentísimo aparato de aire
acondicionado seguro que mandaba llamar a los loqueros o a inmigración para que
me expulsaran del país de una patada en el culo, por ingrata. Pero ella no lo
sabe así que me duermo con el ruido de misteriosos pájaros de fondo y pensando
en el afortunado huésped al que le habrán dado mi habitación, la última
habitación disponible con vistas al canal. Welcome
to Panama.
Ángela Millán Fernández
¡Muchas gracias, Ángela!
ResponderEliminarEnjoy Panama!
Buen relato, muy en la línea de lo que yo publico. Me gusta.
ResponderEliminarPor cierto, yo hubiese elegido la misma habitación.
¡Me ha encantado! Una elección perfecta.
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