Mirta esperaba sentada en la sala de un hospital, en sus manos un
pañuelo estrujado, que de tanto en tanto secaba alguna lágrima. Tendría
cuarenta y tantos años, la acompañaban su esposo y dos de sus hijos, que
respetaban su dolor y su silencio.
Salió una enfermera y dijo con una sonrisa.
—Es un hermoso varoncito ¿Quiere verlo señora?
Mirta se paró, afirmó con la cabeza, se acercó a la enfermera y entró;
miró el bebé y sonrió.
— ¿Es
normal? —preguntó.
—Aparentemente sí, espere que lo revisen los médicos.
Mirta tiene siete hijos, “del mismo padre”, decía siempre con orgullo,
esto era como una credencial en el barrio que vivía.
Su marido salía muy temprano a trabajar, hacía changas y ella limpiaba
casas por hora; le faltaban muchas cosas pero les sobraba dignidad.
Cuando nació Cecilia, su hija menor, los médicos del hospital al darle
el alta le dijeron que estaba todo bien.
Al transcurrir el tiempo y con la sabiduría que proporciona haber criado
seis hijos, Mirta notaba que Cecilia era distinta, su carita normal parecía un
ángel, pero algo no andaba bien, no devolvía la sonrisa de sus hermanitos, su
mirada a veces perdida no captaba la atención de nadie; por eso al cumplir dos
años Cecilia recorrió junto a su madre varios hospitales públicos, hasta que
encontraron el diagnóstico certero.
—Señora su hija tiene un retraso mental muy severo.
Su cuerpo se desarrolló sin que su mente acompañe este proceso y así
quedó, en los cinco años por siempre.
Mirta se acercó a la cama donde estaba Cecilia, aún dormida por la
anestesia.
—Es indispensable hacerle cesárea —dijo el obstetra.
—Mi chiquita, mi bebé ¿Quien te arrancó tu inocencia? —decía mientras le
acariciaba el cabello.
Trajeron el bebé, entraron los tíos y el abuelo a conocer el nuevo
integrante de la familia, el bullicio y las voces despertaron a Cecilia, los
observó a todos, su madre le mostró el bebé.
— ¿Tengo juguete nuevo mamá? —dijo Cecilia con infantil sonrisa y
abriendo grande sus ojos de ángel.
Bibi Boggian
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