No eran lágrimas las que recorrían sus
largos cabellos y desembocaban en su barbilla, si no gotas de fría lluvia, que ahora arreciaba sin disimulo
alguno. Levantó la cabeza y dejó que el agua mojara sus labios, sus pómulos, su
nariz, su barba de tres días. A sus pies, un hilillo de color rojizo oscuro,
casi negro, corría en dirección a la alcantarilla con bastante prisa. Alargó su
brazo derecho y miró el revólver que casi colgaba de sus dedos entumecidos.
Tres balas. En cuclillas como estaba, entre dos contenedores de basura por los
que los desperdicios rebosaban de esa manera despreocupada que sólo los muertos
entienden, instintivamente palpó el bolsillo de su gabardina aún sabiendo que
no encontraría nada. Tan sólo un paquete de tabaco. Sacó un cigarrillo y lo
encendió con un mechero decorado con un negro ocho en un círculo blanco. Ocho
balas me harían falta, pensó. Diablos. Qué curiosa manera de comunicarse tenía
el destino, a través de un encendedor, como si la propia vida que se abría paso
en cada calada supiera que su fin se acercaba y, a la vez, albergaba algún tipo
de ansiedad por acabar con todo aquel asunto lo antes posible. Se irguió
sacudiéndose el agua del pelo en un movimiento rápido, medido, cien mil veces
practicado con anterioridad. Miró en dirección a la entrada del aquel oscuro y
húmedo callejón. Decidido, apretó los dedos en la empuñadura metálica de su 38 y comenzó a andar hacia la
luz tenue que iluminaba la entrada de aquella callejuela. No había dado ni diez
pasos cuando le dieron el alto tres individuos. Su aspecto era normal, ropas
sencillas, zapatos baratos. Pero lo que llamaba la atención no eran sus
atuendos, sus uniformes de normalidad. Lo que hizo que a aquel empapado tipo
enfundado en una gabardina le temblaran ligeramente las piernas era que
aquellos tres hombres iban armados hasta los dientes. Armas enormes, rifles de
caza, semiautomáticas. Y le estaban apuntando. Uno de ellos, el que tenía más
aspecto de anodino con sus pantalones de pana de un beige insultante, le
disparó en la rodilla antes de que pudiera siquiera articular palabra. Nuestro
hombre cayó de rodillas, apoyándose en las manos, aún sin soltar el revólver.
Otro gatillo hizo click y el impacto de bala en el hombro derecho hizo saltar
un trozo de gabardina hecha jirones y, a la vez, le hizo caer de espaldas
salpicando en un charco. Esta vez sí, su pistola resbaló por el suelo un par de
metros, lejos de su alcance. Otros cinco hombres llegaron a la carrera. Uno de
ellos se le acercó, empuñando un cuchillo de carnicero. Se sentó sobre sus
talones justo a la altura de la cabeza de aquel hombre malherido. Le miró
fijamente a los ojos. -Mírame -le dijo. Con la dificultad de alguien que sabe
que se está muriendo, entreabrió los ojos, sin ningún miedo ya, dispuesto a
aceptar lo que fuera que el destino le guardaba en la recámara de la vida. -Te
lo advertimos - le dijo -el apoyamanos del ascensor no es un cenicero. No es
nada personal, sabías que esto iba a pasar. Como presidente de la comunidad de
vecinos te lo advertí personalmente. Y no hiciste caso, amigo. Es hora de
morir.
Y sin darle ningún tiempo a responder, le
cercenó el cuello con un giro rápido y limpio de muñeca.
Shedoeslawyers
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