miércoles, 29 de mayo de 2013

Callejón


No eran lágrimas las que recorrían sus largos cabellos y desembocaban en su barbilla, si no gotas de  fría lluvia, que ahora arreciaba sin disimulo alguno. Levantó la cabeza y dejó que el agua mojara sus labios, sus pómulos, su nariz, su barba de tres días. A sus pies, un hilillo de color rojizo oscuro, casi negro, corría en dirección a la alcantarilla con bastante prisa. Alargó su brazo derecho y miró el revólver que casi colgaba de sus dedos entumecidos. Tres balas. En cuclillas como estaba, entre dos contenedores de basura por los que los desperdicios rebosaban de esa manera despreocupada que sólo los muertos entienden, instintivamente palpó el bolsillo de su gabardina aún sabiendo que no encontraría nada. Tan sólo un paquete de tabaco. Sacó un cigarrillo y lo encendió con un mechero decorado con un negro ocho en un círculo blanco. Ocho balas me harían falta, pensó. Diablos. Qué curiosa manera de comunicarse tenía el destino, a través de un encendedor, como si la propia vida que se abría paso en cada calada supiera que su fin se acercaba y, a la vez, albergaba algún tipo de ansiedad por acabar con todo aquel asunto lo antes posible. Se irguió sacudiéndose el agua del pelo en un movimiento rápido, medido, cien mil veces practicado con anterioridad. Miró en dirección a la entrada del aquel oscuro y húmedo callejón. Decidido, apretó los dedos en la empuñadura  metálica de su 38 y comenzó a andar hacia la luz tenue que iluminaba la entrada de aquella callejuela. No había dado ni diez pasos cuando le dieron el alto tres individuos. Su aspecto era normal, ropas sencillas, zapatos baratos. Pero lo que llamaba la atención no eran sus atuendos, sus uniformes de normalidad. Lo que hizo que a aquel empapado tipo enfundado en una gabardina le temblaran ligeramente las piernas era que aquellos tres hombres iban armados hasta los dientes. Armas enormes, rifles de caza, semiautomáticas. Y le estaban apuntando. Uno de ellos, el que tenía más aspecto de anodino con sus pantalones de pana de un beige insultante, le disparó en la rodilla antes de que pudiera siquiera articular palabra. Nuestro hombre cayó de rodillas, apoyándose en las manos, aún sin soltar el revólver. Otro gatillo hizo click y el impacto de bala en el hombro derecho hizo saltar un trozo de gabardina hecha jirones y, a la vez, le hizo caer de espaldas salpicando en un charco. Esta vez sí, su pistola resbaló por el suelo un par de metros, lejos de su alcance. Otros cinco hombres llegaron a la carrera. Uno de ellos se le acercó, empuñando un cuchillo de carnicero. Se sentó sobre sus talones justo a la altura de la cabeza de aquel hombre malherido. Le miró fijamente a los ojos. -Mírame -le dijo. Con la dificultad de alguien que sabe que se está muriendo, entreabrió los ojos, sin ningún miedo ya, dispuesto a aceptar lo que fuera que el destino le guardaba en la recámara de la vida. -Te lo advertimos - le dijo -el apoyamanos del ascensor no es un cenicero. No es nada personal, sabías que esto iba a pasar. Como presidente de la comunidad de vecinos te lo advertí personalmente. Y no hiciste caso, amigo. Es hora de morir.
Y sin darle ningún tiempo a responder, le cercenó el cuello con un giro rápido y limpio de muñeca.

Shedoeslawyers

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