sábado, 11 de mayo de 2013

Mi bar de siempre


Estaba llegando a su bar de siempre y no sabía si entrar o no. Le apetecía, como todos los días, encontrarse con la gente de siempre, personas que se habían vuelto corteses a fuerza de verse las caras de cansancio un día tras otro. Pero sabía también que no sería solo una. Si entraba se quedaría. Y, lo que era peor, se gastaría el dinero que no tenía.
Del trabajo mejor ni hablar. Aún lo conservaba, pero se debía, sin duda, a un milagro diario que algún santo, desocupado por allí arriba, realizaba cada día por mera diversión. Su jefe no lo valoraba, le daba las tareas más ingratas y jamás tenía para él una palabra de ánimo. En casa las cosas no iban mejor. El desánimo cundía, ninguno de sus hijos tenía perspectivas de futuro prometedoras, su esposa tenía demasiada edad para dedicarse a algo que no fuera cuidar ancianos o limpiar casas de otros, el diálogo disminuía día a día, cuando el único tema de conversación posible era odiado por todos y nada nuevo se podía decir.
Hacía muchísimo tiempo que no se iban de vacaciones. Hubo una época en la que sus hijos ya no querían viajar con los padres. Pero ahora lo habrían hecho con gusto. Solo que no se podía. Tampoco salían a comer o cenar fuera. El domingo lo pasaba cada cual como podía. Tal vez daban un paseo por el centro. La tarde solía ser interminable.
Ahora se encontraba frente a la puerta. Dos o tres coches circulaban por la calzada en ese momento. El ruido de sus motores lo adormecía. Estaba a punto de entrar. Sabía que iba a entrar. La hostilidad de la ciudad lo sorprendió. En realidad, todo en su vida le era hostil, el ambiente laboral, el ambiente familiar, las meras calles… Solo se encontraba a gusto en su bar. Allí, rodeado de otros a los que el mundo ahuyentaba de todos los entornos habituales, allí, reunido con un residuo social fracturado en el alma y avejentado en el cuerpo, allí, se sentía, por fin, a gusto y en casa. Decidió entrar.
Una vez dentro las preocupaciones quedaron atrás. Aunque no ponían la música muy alta, era agradable escucharla a medias, entre el murmullo de las conversaciones del resto de clientes. Él raramente hablaba con nadie; como mucho leía un periódico. Aquel día no sería distinto. Esperó a que el Marca quedara libre y se abalanzó sobre él como si fuera un salvavidas. Ocupado en las páginas, no tendría que pensar a donde mirar ni tampoco reparar en quién lo mirara a él. No le gustaba mirar a las pocas mujeres que solía haber. ¿Para qué? No servía de nada.
Tres horas después, tirado, más que sentado, en su taburete habitual, alzó los ojos buscando con la mirada, ya algo extraviada, a la mujer que habitaba tras la barra.
—¡Juani! Ponme otra cerveza, haz el favor.
No quería volver a casa.

Francisco Pi Martínez

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