Estaba llegando a su
bar de siempre y no sabía si entrar o no. Le apetecía, como todos los días, encontrarse
con la gente de siempre, personas que se habían vuelto corteses a fuerza de
verse las caras de cansancio un día tras otro. Pero sabía también que no sería
solo una. Si entraba se quedaría. Y, lo que era peor, se gastaría el dinero que
no tenía.
Del trabajo mejor ni
hablar. Aún lo conservaba, pero se debía, sin duda, a un milagro diario que
algún santo, desocupado por allí arriba, realizaba cada día por mera diversión.
Su jefe no lo valoraba, le daba las tareas más ingratas y jamás tenía para él
una palabra de ánimo. En casa las cosas no iban mejor. El desánimo cundía,
ninguno de sus hijos tenía perspectivas de futuro prometedoras, su esposa tenía
demasiada edad para dedicarse a algo que no fuera cuidar ancianos o limpiar
casas de otros, el diálogo disminuía día a día, cuando el único tema de
conversación posible era odiado por todos y nada nuevo se podía decir.
Hacía muchísimo
tiempo que no se iban de vacaciones. Hubo una época en la que sus hijos ya no
querían viajar con los padres. Pero ahora lo habrían hecho con gusto. Solo que
no se podía. Tampoco salían a comer o cenar fuera. El domingo lo pasaba cada
cual como podía. Tal vez daban un paseo por el centro. La tarde solía ser
interminable.
Ahora se encontraba
frente a la puerta. Dos o tres coches circulaban por la calzada en ese momento.
El ruido de sus motores lo adormecía. Estaba a punto de entrar. Sabía que iba a
entrar. La hostilidad de la ciudad lo sorprendió. En realidad, todo en su vida
le era hostil, el ambiente laboral, el ambiente familiar, las meras calles…
Solo se encontraba a gusto en su bar. Allí, rodeado de otros a los que el mundo
ahuyentaba de todos los entornos habituales, allí, reunido con un residuo
social fracturado en el alma y avejentado en el cuerpo, allí, se sentía, por
fin, a gusto y en casa. Decidió entrar.
Una vez dentro las
preocupaciones quedaron atrás. Aunque no ponían la música muy alta, era
agradable escucharla a medias, entre el murmullo de las conversaciones del
resto de clientes. Él raramente hablaba con nadie; como mucho leía un
periódico. Aquel día no sería distinto. Esperó a que el Marca quedara libre y
se abalanzó sobre él como si fuera un salvavidas. Ocupado en las páginas, no
tendría que pensar a donde mirar ni tampoco reparar en quién lo mirara a él. No
le gustaba mirar a las pocas mujeres que solía haber. ¿Para qué? No servía de
nada.
Tres horas después,
tirado, más que sentado, en su taburete habitual, alzó los ojos buscando con la
mirada, ya algo extraviada, a la mujer que habitaba tras la barra.
—¡Juani! Ponme otra
cerveza, haz el favor.
No quería volver a
casa.
Francisco Pi Martínez
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