El tipo entra en el salón y
se sienta en el escritorio preparado para él. No saluda ni se presenta. En
rigor no necesita hacerlo. Abre el portafolio y saca varios libros –unos veinte
libros escritos por él– que apila con riguroso cuidado. Enfrente tiene un
público formado por unas treinta personas. Se supone que lo han leído, que lo
conocen y de algún modo lo admiran por sus pergaminos. Sin embargo, el tipo
abre fuego diciendo que no dirá lo que ellos pretenden oír, que para eso vayan
y miren los noticieros o los programas de la tarde. Alguien carraspea. El tipo
se acomoda los lentes y prende un cigarrillo. Esto para empezar, dice, y mira
alrededor, desafiante. Y por si quedara alguna duda, saca un revólver plateado
de caño corto. Hace girar varias veces el tambor y lo cierra de golpe. Lo apoya
en el escritorio y arremete con todo: Escúchenme bien, si alguien me interrumpe
y pronuncia la palabra “prolífico”, me pego un tiro. Y ahí nomás arranca con la
conferencia. Cita sus libros y a sus personajes, una teoría estética en la que
no cree y se tira contra sus detractores. Alguien osa cuestionarlo. Él, en
respuesta, le revolea un libro que le da de lleno en la cara. Un par de oyentes
se le van al humo. El tipo agarra el revólver y se lo pone en la cabeza. La
gente abandona la sala a las puteadas mientras él se queda ahí, solo, con el
caño apuntando a la sien derecha. Entonces aprieta el gatillo, una vez, dos
veces –tal como acostumbra a hacer– y después, entre bostezo y bostezo,
comienza a guardar sus cosas sin ningún apuro.
Loetmol
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