Antonio me ha
dicho que no salga de casa en un mes. ¡Cómo voy a estar un mes en casa! Aunque
me haya quedado en el paro y me venga bien ahorrar, no hay quien lo aguante.
Mira que se lo
avisé, que no me dejara sola en el camión, que me perdía... pero no me hizo el
menor caso.
Llevaba tiempo
maquinando mi venganza, emocionada con la sensación de llevar un monstruo tan
grande. Atenta a cada indicación, aprendí el código de silbidos con los que me
indicaban: pasa de largo, para, arranca, espera que se nos ha caído un cubo,
entra por dirección prohibida y - el que más me gustaba- puedes meterte marcha
atrás. Sí, aquello casi me desbordaba de felicidad. Las avenidas de mi barrio,
amplias, diáfanas, sin coches a partir de las 9:30 de la mañana, todas para mí
y mi camión.
Lo único que
me ponía de los nervios eran los coches en doble y triple fila a la puerta de
los dos colegios de pago del barrio, uno a continuación del otro, con sus
mamás-barbies de tacones imposibles y faldas dos tallas menos, que abrían de
par en par las puertas de sus 4x4 sin mirar. La “ruta de los coles”, como la
llamaba Antonio, era el camino obligado a nuestro desayuno de bocatas con
cerveza antes de entregar el camión, y también mi objetivo secreto.
Un día de
primavera Antonio, que era el conductor titular, me dijo que llevara yo solita
el camión hasta la cafetería. Iba a negarme, pero una mano invisible ahogó mi
primera sílaba. Arranqué con frialdad, consciente de que había llegado el
momento de cumplir mi destino. No quise mirarles por el retrovisor. Al volver
la esquina allí estaban los cochazos mal aparcados de siempre y; en especial;
el Porsche Cayenne culpable del siniestro total de mi Corsita, un año atrás. Me
aseguré de que no hubiera testigos. Situé el camión delante de la fila, puse la
marcha atrás de mayor empuje, aceleré y el Porsche, dos Volvo y tres Audi se
amalgamaron en un magnífico transformer.
Antes de que
salieran todas las mamás, ya estaban a mi altura Antonio y los demás compañeros
con las manos en la cabeza, bajándome del camión en volandas para que no me
vieran. No pude terminar mi golpe, -me faltó volcarles toda la basura que
habíamos cargado durante la noche-, ni ver sus caras, sólo oír sus gritos.
C. B. Mendoza
jajaja, me encanta ¡, Ojalá tuvierayo el valor de la camionera
ResponderEliminarES GENIAL