martes, 11 de junio de 2013

El zancudo satisfecho


Son las 2:56 de la mañana, mis ojos me pesan sentado al frente de este computador, único medio que tengo para entretener mi insomnio. No es que quiera escribir ni que este inspirado ni iluminado ni espermatizado, es simplemente que no puedo dormir. Lo peor es que no tengo cigarrillos ni alcohol ni dinero para emborrachar mi vigilia. Todo sucedió hace unos instantes: en el principio, era un mendigo durmiente esperando el beso de una princesa –pensé que era la bruja de mi mujer que me despertaba con una mamada–, pero simplemente fueron ensueños. Primero en los tobillos, después por la espalda baja, un costado y por último, el mayor de los tormentos de estas noches donde el verano se confunde con la lluvia: zumbidos en la cara, un vil lleno de mi sangre –La sangre mía y de mi amada–. Él susurrando a mi oído palabras incomprensibles que se traducían en quimeras y mis subjetividades decían – ¡levántate marica!–. Desesperado por el zumbido que cada vez se sentía más fuerte –parecía que el alado había alquilado un equipo de sonido–, me pegué unas cachetadas que solamente me acabaron de enervar. Me asustaba, por lo que decidí hacer lo indescriptible, me levanté de la cama, me fui hacia el clóset y saqué mis calzoncillos color zapote para ir en búsqueda del culióptero que emancipaba mi rabia, he hice lo inexpresable: prendí la luz, mientras al lado con un grito ahogado mi mujer entre dormida, con rabia gritó – ¡vida hideputa!–. Emprendí la búsqueda, pero la secuencia de la acción era más compleja. En un momento de esos de aclaración de la vista, antes confundida por aletargamiento del ensueño, él estaba ahí, en la cortina: pegado, pegajoso, gordo, satisfecho – ¿Si estaba satisfecho por qué me zumbaba?– Me preguntaba energúmeno. Agachado, lo miraba fijamente alistando mi honda, mi cauchera. Debido a mi gran habilidad tirando calzoncillos: lo masacré, exterminé, aniquilé; sin remordimiento. Me auto felicité, sabiendo que era una falsedad lo de mi habilidad, puesto que el maldito bicho no se podía mover de lo gordo –en algo nos teníamos que parecer–. Con mi sangre y la sangre de mi mujer se hizo un cuadro en la cortina al mejor estilo de los huevos de Dalí…

Leonardo Valencia Echeverry

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