Una mujer de dieciséis años, con pelo
negrísimo de tan limpio que estaba, y unos pantalones piratas negrísimos, tal
era el contraste con su camiseta de lycra blanca -se le marcaban los pechos,
sí; ya no incipientes, no-, delgadita, morenita, ha detenido el paseo de su
perro para hacer una llamada telefónica en una cabina pública. A unos metros,
un hombre de cuarenta y dos años bebe gin-tonic en la silla de una terraza de
verano.
El hombre la ha mirado.
Poco después, la niña de dieciséis
años ha colgado el teléfono y se ha llevado para siempre a su perrito y a su
pelo liso y a su piel morena (el de la chica, se entiende) hacia otro lugar,
hacia otros ojos. Al hombre le ha dado tiempo a comprobar que la camiseta de
tiras que lleva la mujer de dieciséis años es de esas que dejan ver el ombligo.
Y un poco de la cintura. Y otro poco de las caderas.
El joven de cuarenta y dos años ha
pedido otro gin tonic y un té con hielo para su esposa de treinta y nueve que
acaba de llegar -no sé qué del tráfico- con su hija de dieciséis, de pelo
largo, liso y negro, o liso, negro y largo, por no decir negro, largo y liso. Y
pantalones piratas. Y camiseta que enseña el ombligo. Le ha pedido una
Coca-Cola y su cerebro ha establecido una serie de molestas conexiones.
Vlad Miedos
No hay comentarios:
Publicar un comentario